Ante la reciente muerte del Dr. Rodrigo Gámez, reproduzco aquí el siguiente texto, escrito en 2020, y que corresponde al prólogo de su libro “Biodiversidad, ciencia y cultura”, que este año publicará la Editorial de la Universidad Estatal a Distancia (EUNED).
Aunque no muy numerosa, la descendencia del educador sevillano Antonio Gámez González, llegado a Costa Rica a inicios de 1871 y cuyo nombre porta hoy la escuela del cantón central de Puntarenas, con sus obras ha sabido dejar firmemente estampada su rúbrica en la historia de Costa Rica, en ámbitos como la educación, la ciencia y el deporte.
Mi primera noción al respecto data de la infancia y la adolescencia. Nacido yo en Naranjo, Alajuela, y seguidor de la ya centenaria Liga Deportiva Alajuelense, desde muchacho admiré y seguí muy de cerca la trayectoria de Juan José Gámez Rivera, uno de los mejores mediocampistas que ha tenido Costa Rica, por lo cual era figura infaltable en la Selección Nacional. Y tanto, que cuando murió, escribí un artículo en la prensa, para resaltar no solo las proezas futbolísticas que hacía en la cancha, sino que también su labor como formador de jóvenes futbolistas, cuando le correspondió actuar como director técnico.
Pero, en realidad, ese apellido ya era parte de nuestra historia educacional. Y esto es así porque, tras el desgarre sufrido durante la fratricida Guerra Civil que entre marzo y abril de 1948 azotó y enlutó al país, con la llamada Segunda República emergió un Estado benefactor, cuyos ejes fueron la democratización de nuestra enseñanza y la seguridad social, para beneficio de las grandes mayorías. Sí, la educación como oportunidad de enaltecimiento de la condición humana, así como de realización del potencial que todo ciudadano tiene, pero también como vehículo de movilidad social y de oportunidades profesionales y laborales, lo cual permitiría el desarrollo de una vigorosa clase media. Todo ese proceso tuvo la indeleble impronta de don Uladislao (Lalo) Gámez Solano, a quien el líder de la revolución, don José Figueres Ferrer, le encomendó tan ingente y delicada labor.
Fue ya en mis tiempos de estudiante en la Universidad de Costa Rica (UCR), que me tocaría toparme con este apellido por tercera vez. En efecto, aunque estudié Biología, por interés propio tomé varios cursos en la Facultad de Agronomía, donde laboraba el Dr. Rodrigo Gámez Lobo, reputado especialista en virología vegetal y sobresaliente profesor, de quien mi hermano Ivo fue su alumno. Lo conocía de vista, y nunca tuve la oportunidad de conversar con él, pero estaba enterado de su trayectoria y lo admiraba muchísimo.
Recuerdo que entre 1973 y 1974 —en esos tiempos yo era representante estudiantil y estaba muy al tanto del acontecer político-académico universitario— se realizó el memorable Tercer Congreso Universitario, que socolloneó los cimientos y revitalizó el quehacer institucional. Eso implicó reformar la estructura jerárquica superior, por lo que se crearon las vicerrectorías de docencia, investigación y acción social. Y, con mucho tino, el rector Eugenio Rodríguez Vega escogió al Dr. Gámez como el primer vicerrector de investigación. Recuerdo cuánta alegría sentí cuando me enteré de esa noticia, aunque se esfumó pocos meses después, debido a varias circunstancias universitarias y porque él tenía otras aspiraciones y metas profesionales.
En efecto, consecuente con su espíritu de innovador y su vocación de pionero, se había propuesto adquirir un microscopio electrónico y fundar la Unidad de Microscopía Electrónica, hoy convertida en el Centro de Investigaciones en Estructuras Microscópicas. Pero, como ello resultaba incosteable por la UCR, recurrió a su prestigio de reputado virólogo vegetal, y con el apoyo de varios científicos y administradores, entre ellos el Dr. Rodrigo Gutiérrez Sáenz, decano de la Facultad de Medicina, logró que en 1974 éste le fuera donado por el gobierno japonés a través de la Agencia de Cooperación Internacional del Japón (JICA). Sin embargo, como su visión no se restringía al ámbito nacional, desde su nacimiento mismo, ese ente estuvo al servicio de los investigadores de toda América Latina y el Caribe.
No obstante, sus expectativas eran más altas y amplias. El individualismo, el egoísmo y la egolatría, bastante comunes entre investigadores del primer mundo, eran ajenas a su carácter y a su actitud hacia la ciencia. Por eso, desde que en 1967 retornó de la Universidad de Illinois con su doctorado en mano, siempre trató de trabajar en equipo, procurando la complementariedad de conocimientos y de experiencias, para obtener productos científicos y técnicos de mayor calibre.
Por eso, generoso, así como insatisfecho con sus logros, se propuso algo más ambicioso, que sobrepasara su propio campo de especialización, y fue así como en 1976 concretó la creación del Centro de Investigación en Biología Celular y Molecular (CIBCM).
Concibió una entidad dedicada al estudio de aspectos básicos, fundamentales, del mundo submicroscópico, pero también de sus aplicaciones prácticas en los campos de la salud y la agricultura. Tan es así, que en 1983 el Dr. Gámez fue galardonado con el célebre Premio Interamericano en Ciencias Dr. Bernardo Houssay, de la Organización de Estados Americanos (OEA), por sus estudios sobre virus del frijol y del maíz, cultivos originarios de Mesoamérica y esenciales en la dieta de nuestros pueblos; de hecho, él fue el descubridor del virus del rayado fino del maíz. Desde entonces y hasta hoy, 40 años después, el CIBCM ha cumplido con creces su misión, así como logrado gran renombre y proyección, tanto en el continente americano como en el mundo.
Sin embargo, aparte de sus proverbiales habilidades de docente e investigador, como líder y gestor científico nato, a él no le bastaba con eso. Por ello, dedicó muchas de sus mejores horas y días, junto con otros connotados científicos y educadores, a la creación del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas (CONICIT) y la Universidad Estatal a Distancia (UNED). Asimismo, se involucró con gran interés y entrega en las actividades conservacionistas de la Fundación de Parques Nacionales (FPN), así como las científico-académicas de la Organización para Estudios Tropicales (OET), consorcio de universidades estadounidenses y costarricenses. Y esto último sería lo que propiciaría nuestro punto de encuentro.
En efecto, un venturoso día de febrero de 1985 fui convocado por el Dr. Gámez a una reunión auspiciada por la OET, para darle forma a un nuevo curso, denominado Tropical Agricultural Ecology; para entonces yo trabajaba en la Escuela de Ciencias Ambientales, en la Universidad Nacional (UNA). Me sentí realmente honrado de poder departir con científicos de la talla de él, así como de Robert Hart, Steve Gliessman y Steve Risch, entre otros. El curso, en el que después sería invitado a dar una conferencia en mi campo de especialización, fue coordinado por el connotado matemático y ecólogo John Vandermeer, y se inició en 1985. Aparte de conocer a John y su esposa Ivette Perfecto, amigos míos y colaboradores hasta hoy, ese episodio me deparó una nueva amistad. Y esa fue la del Dr. Gámez, quien desde entonces me pidió que no le llamara así, sino Rodrigo.
Pero, inquieto como siempre, en la mente de Rodrigo bullían otros proyectos. Tendedor de puentes y nunca promotor de muros, aspiraba a crear un centro de investigación en ecología tropical, en el que confluyeran los científicos de las diferentes universidades, del Museo Nacional y de otras entidades afines, para desarrollar grandes proyectos colaborativos, de relevancia nacional, con el apoyo de universidades y otras organizaciones internacionales. Recuerdo haber participado en una de las reuniones preliminares para la gestación de esa iniciativa, realizada a inicios de junio de 1985 en la Escuela de Biología de la UCR, la cual abortó pronto, lamentablemente, por diversas razones. Sin embargo, la grata sorpresa emergería en febrero de 1989, cuando numerosos investigadores fuimos convocados a una especie de reunión consultiva por parte del Dr. Álvaro Umaña Quesada, ministro de Recursos Naturales, Energía y Minas (MIRENEM).
Acostumbrado uno en el mundo universitario a reuniones casi cotidianas, una buena parte de ellas infructífera, esa reunión, efectuada en el auditorio del Instituto Nacional de Seguros, fue realmente seminal y germinal. Es decir, la semilla ya estaba ahí, pero faltaba el compromiso interinstitucional para que germinara, y ese día empezó dicho proceso.
A partir de entonces, Rodrigo empezó a sugerir y seleccionar a los representantes de cada institución, y me propuso para que representara a la UNA. Él mismo hizo la gestión inicial con la rectora, Rose Marie Ruiz Bravo, y recuerdo que varias veces me visitó en mi casa para firmar documentos. Y, por fin, el 26 de octubre de ese año, nacía el Instituto Nacional de Biodiversidad (INBio), con sede en Santo Domingo, Heredia.
Desde entonces, a través de varias sesiones de reflexión y análisis, en ese proceso genesíaco de construcción institucional, mi relación profesional con Rodrigo se acrecentó, aparejada a la consolidación de nuestra amistad. Además, a pesar de mi alejamiento físico, pues a partir de enero de 1991 y por 13 años laboré en el Centro Agronómico Tropical de Investigación y Enseñanza (CATIE), siempre mantuve un contacto más o menos cercano con la institución, que seguía innovando, creciendo y floreciendo.
Al respecto, en el décimo aniversario de su fundación, publiqué en la prensa un artículo intitulado El INBio, audacia y dedicación, en uno de cuyos pasajes expresé lo siguiente: “En síntesis, así se entrelazan y encarnan los tres conceptos medulares que rigen la labor del INBio: salvar, conocer y usar nuestra pródiga biodiversidad. Pero, además, todo este conocimiento se pone a disposición de nuestra sociedad y del mundo, a través de medios como internet, guías de campo bellamente ilustradas, textos y juegos educativos para niños, y de esa joya que es el INBioparque, recién inaugurado. Por ello, el INBio es reconocido como un modelo de institución científica, mundialmente, debido a varias razones, pero sobre todo porque su génesis y funcionamiento son ejemplos inequívocos de imaginación, audacia e innovación. Y en esto debe reconocerse que ha sido clave el Dr. Rodrigo Gámez, pues su liderazgo, capacidad de convocatoria, bonhomía y calidad científica le han permitido elegir bien a sus colaboradores, convencer a los decisores políticos y persuadir a los donantes extranjeros para, en apenas un decenio, convertir aquella idea embrionaria suya en un instituto tan robusto, que hoy es orgullo de Costa Rica y de América Latina”.
En efecto, durante 14 años, entre 1989 y 2003, Rodrigo fungió con Director General, hasta que algunos quebrantos de salud le impidieron continuar. Sin embargo, ha continuado apoyando las labores del INBio de otras maneras, a pesar de sus casi 84 años de edad.
Ahora bien, hace poco más de un año, me llevé la grata sorpresa de topármelo en el gimnasio y piscinas que frecuento, además de que se mudó del cantón central de Heredia a San Pablo, mi terruño adoptivo. En una de nuestras conversaciones, al manifestarme cuánto le costaba ahora escribir documentos extensos, me contó que por 13 años había publicado una columna mensual en el periódico semanal El Financiero. Yo lo sabía y había leído algunas, que a veces nos enviaba a los asambleístas del INBio, pero ignoraba que fueran tantas. Fue entonces cuando le sugerí que las compilara en un libro, y le ofrecí mi ayuda en leerlas, ordenarlas con cierta visión de conjunto y conseguir una editorial que pudiera publicarlo. En efecto, pocas semanas después me hizo llegar todo el material, y de inmediato empecé a trabajar en él.
Lo hice con entusiasmo y, al leerlas, me percaté con mayor claridad aún de lo que este acervo de conocimientos representa para popularizar la ciencia. ¡Cuánto he aprendido, de veras! Porque están escritas con la sabiduría de un auténtico maestro —que eso ha sido Rodrigo toda su vida—, así como en un tono muy ameno y pedagógico, propio de la estirpe de genuinos educadores conformada por su abuelo don Antonio y su padre don Lalo. Pero, aún más, son reflexiones nacidas no en un vacío ni en el aislamiento, sino alimentadas por la praxis de lo que ha significado la construcción cotidiana de una institución tan innovadora, pertinente y necesaria, como el INBio.
Hoy que esta querida entidad enfrenta serias dificultades financieras, confío en que los escritos de Rodrigo, tan ricos y persuasivos, además de deleitarnos contribuyan a crear conciencia y apoyo, para que en algún momento el INBio resurja, despliegue sus alas y alce vuelo nuevamente. Eso beneficiará no solo a Costa Rica, sino que al planeta como un todo, pues se necesitan instituciones de esta jerarquía, es decir, de muy alta calidad científica, pero al servicio inmediato de la sociedad, para enfrentar los grandes desafíos que amenazan al mundo natural y a la humanidad.
Escribo estas palabras en momentos sumamente difíciles, cuando todos los países del orbe están estremecidos por una pandemia causada por un letal coronavirus, la cual ha provocado pánico, muerte y dolor. Pero, como toda epidemia —y Rodrigo bien lo sabe, como virólogo que es—, ya pasará, aunque a un alto precio en vidas y sufrimiento. Sin embargo, cuando esta epidemia desaparezca, ahí estarán amenazas planetarias mucho más graves que esa, asociadas con las consecuencias del calentamiento global, a lo cual Rodrigo dedica varias columnas, profundamente conmovido y preocupado.
Ojalá que, ahora que están reunidas en un solo volumen, las sabias y aleccionadoras palabras de este fecundo científico y ejemplar ser humano circulen ampliamente. Pero, sobre todo, que calen profundo en la conciencia del ciudadano común, así como en las de quienes toman decisiones en todos los planos de la vida política del país y del mundo, para contribuir a salvar el planeta de la destrucción que —al menos por ahora, y por más optimista que uno trata de ser—, pareciera inminente.
(*) Luko Hilje
(luko@ice.co.cr)
Ante la reciente muerte del Dr. Rodrigo Gámez, reproduzco aquí el siguiente texto, escrito en 2020, y que corresponde al prólogo de su libro “Biodiversidad, ciencia y cultura”, que este año publicará la Editorial de la Universidad Estatal a Distancia (EUNED). Aunque no muy numerosa, la descendencia del educador sevillano Antonio Gámez González, llegado a
Ante la reciente muerte del Dr. Rodrigo Gámez, reproduzco aquí el siguiente texto, escrito en 2020, y que corresponde al prólogo de su libro “Biodiversidad, ciencia y cultura”, que este año publicará la Editorial de la Universidad Estatal a Distancia (EUNED).
Aunque no muy numerosa, la descendencia del educador sevillano Antonio Gámez González, llegado a Costa Rica a inicios de 1871 y cuyo nombre porta hoy la escuela del cantón central de Puntarenas, con sus obras ha sabido dejar firmemente estampada su rúbrica en la historia de Costa Rica, en ámbitos como la educación, la ciencia y el deporte.
Mi primera noción al respecto data de la infancia y la adolescencia. Nacido yo en Naranjo, Alajuela, y seguidor de la ya centenaria Liga Deportiva Alajuelense, desde muchacho admiré y seguí muy de cerca la trayectoria de Juan José Gámez Rivera, uno de los mejores mediocampistas que ha tenido Costa Rica, por lo cual era figura infaltable en la Selección Nacional. Y tanto, que cuando murió, escribí un artículo en la prensa, para resaltar no solo las proezas futbolísticas que hacía en la cancha, sino que también su labor como formador de jóvenes futbolistas, cuando le correspondió actuar como director técnico.
Pero, en realidad, ese apellido ya era parte de nuestra historia educacional. Y esto es así porque, tras el desgarre sufrido durante la fratricida Guerra Civil que entre marzo y abril de 1948 azotó y enlutó al país, con la llamada Segunda República emergió un Estado benefactor, cuyos ejes fueron la democratización de nuestra enseñanza y la seguridad social, para beneficio de las grandes mayorías. Sí, la educación como oportunidad de enaltecimiento de la condición humana, así como de realización del potencial que todo ciudadano tiene, pero también como vehículo de movilidad social y de oportunidades profesionales y laborales, lo cual permitiría el desarrollo de una vigorosa clase media. Todo ese proceso tuvo la indeleble impronta de don Uladislao (Lalo) Gámez Solano, a quien el líder de la revolución, don José Figueres Ferrer, le encomendó tan ingente y delicada labor.
Fue ya en mis tiempos de estudiante en la Universidad de Costa Rica (UCR), que me tocaría toparme con este apellido por tercera vez. En efecto, aunque estudié Biología, por interés propio tomé varios cursos en la Facultad de Agronomía, donde laboraba el Dr. Rodrigo Gámez Lobo, reputado especialista en virología vegetal y sobresaliente profesor, de quien mi hermano Ivo fue su alumno. Lo conocía de vista, y nunca tuve la oportunidad de conversar con él, pero estaba enterado de su trayectoria y lo admiraba muchísimo.
Recuerdo que entre 1973 y 1974 —en esos tiempos yo era representante estudiantil y estaba muy al tanto del acontecer político-académico universitario— se realizó el memorable Tercer Congreso Universitario, que socolloneó los cimientos y revitalizó el quehacer institucional. Eso implicó reformar la estructura jerárquica superior, por lo que se crearon las vicerrectorías de docencia, investigación y acción social. Y, con mucho tino, el rector Eugenio Rodríguez Vega escogió al Dr. Gámez como el primer vicerrector de investigación. Recuerdo cuánta alegría sentí cuando me enteré de esa noticia, aunque se esfumó pocos meses después, debido a varias circunstancias universitarias y porque él tenía otras aspiraciones y metas profesionales.
En efecto, consecuente con su espíritu de innovador y su vocación de pionero, se había propuesto adquirir un microscopio electrónico y fundar la Unidad de Microscopía Electrónica, hoy convertida en el Centro de Investigaciones en Estructuras Microscópicas. Pero, como ello resultaba incosteable por la UCR, recurrió a su prestigio de reputado virólogo vegetal, y con el apoyo de varios científicos y administradores, entre ellos el Dr. Rodrigo Gutiérrez Sáenz, decano de la Facultad de Medicina, logró que en 1974 éste le fuera donado por el gobierno japonés a través de la Agencia de Cooperación Internacional del Japón (JICA). Sin embargo, como su visión no se restringía al ámbito nacional, desde su nacimiento mismo, ese ente estuvo al servicio de los investigadores de toda América Latina y el Caribe.
No obstante, sus expectativas eran más altas y amplias. El individualismo, el egoísmo y la egolatría, bastante comunes entre investigadores del primer mundo, eran ajenas a su carácter y a su actitud hacia la ciencia. Por eso, desde que en 1967 retornó de la Universidad de Illinois con su doctorado en mano, siempre trató de trabajar en equipo, procurando la complementariedad de conocimientos y de experiencias, para obtener productos científicos y técnicos de mayor calibre.
Por eso, generoso, así como insatisfecho con sus logros, se propuso algo más ambicioso, que sobrepasara su propio campo de especialización, y fue así como en 1976 concretó la creación del Centro de Investigación en Biología Celular y Molecular (CIBCM).
Concibió una entidad dedicada al estudio de aspectos básicos, fundamentales, del mundo submicroscópico, pero también de sus aplicaciones prácticas en los campos de la salud y la agricultura. Tan es así, que en 1983 el Dr. Gámez fue galardonado con el célebre Premio Interamericano en Ciencias Dr. Bernardo Houssay, de la Organización de Estados Americanos (OEA), por sus estudios sobre virus del frijol y del maíz, cultivos originarios de Mesoamérica y esenciales en la dieta de nuestros pueblos; de hecho, él fue el descubridor del virus del rayado fino del maíz. Desde entonces y hasta hoy, 40 años después, el CIBCM ha cumplido con creces su misión, así como logrado gran renombre y proyección, tanto en el continente americano como en el mundo.
Sin embargo, aparte de sus proverbiales habilidades de docente e investigador, como líder y gestor científico nato, a él no le bastaba con eso. Por ello, dedicó muchas de sus mejores horas y días, junto con otros connotados científicos y educadores, a la creación del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas (CONICIT) y la Universidad Estatal a Distancia (UNED). Asimismo, se involucró con gran interés y entrega en las actividades conservacionistas de la Fundación de Parques Nacionales (FPN), así como las científico-académicas de la Organización para Estudios Tropicales (OET), consorcio de universidades estadounidenses y costarricenses. Y esto último sería lo que propiciaría nuestro punto de encuentro.
En efecto, un venturoso día de febrero de 1985 fui convocado por el Dr. Gámez a una reunión auspiciada por la OET, para darle forma a un nuevo curso, denominado Tropical Agricultural Ecology; para entonces yo trabajaba en la Escuela de Ciencias Ambientales, en la Universidad Nacional (UNA). Me sentí realmente honrado de poder departir con científicos de la talla de él, así como de Robert Hart, Steve Gliessman y Steve Risch, entre otros. El curso, en el que después sería invitado a dar una conferencia en mi campo de especialización, fue coordinado por el connotado matemático y ecólogo John Vandermeer, y se inició en 1985. Aparte de conocer a John y su esposa Ivette Perfecto, amigos míos y colaboradores hasta hoy, ese episodio me deparó una nueva amistad. Y esa fue la del Dr. Gámez, quien desde entonces me pidió que no le llamara así, sino Rodrigo.
Pero, inquieto como siempre, en la mente de Rodrigo bullían otros proyectos. Tendedor de puentes y nunca promotor de muros, aspiraba a crear un centro de investigación en ecología tropical, en el que confluyeran los científicos de las diferentes universidades, del Museo Nacional y de otras entidades afines, para desarrollar grandes proyectos colaborativos, de relevancia nacional, con el apoyo de universidades y otras organizaciones internacionales. Recuerdo haber participado en una de las reuniones preliminares para la gestación de esa iniciativa, realizada a inicios de junio de 1985 en la Escuela de Biología de la UCR, la cual abortó pronto, lamentablemente, por diversas razones. Sin embargo, la grata sorpresa emergería en febrero de 1989, cuando numerosos investigadores fuimos convocados a una especie de reunión consultiva por parte del Dr. Álvaro Umaña Quesada, ministro de Recursos Naturales, Energía y Minas (MIRENEM).
Acostumbrado uno en el mundo universitario a reuniones casi cotidianas, una buena parte de ellas infructífera, esa reunión, efectuada en el auditorio del Instituto Nacional de Seguros, fue realmente seminal y germinal. Es decir, la semilla ya estaba ahí, pero faltaba el compromiso interinstitucional para que germinara, y ese día empezó dicho proceso.
A partir de entonces, Rodrigo empezó a sugerir y seleccionar a los representantes de cada institución, y me propuso para que representara a la UNA. Él mismo hizo la gestión inicial con la rectora, Rose Marie Ruiz Bravo, y recuerdo que varias veces me visitó en mi casa para firmar documentos. Y, por fin, el 26 de octubre de ese año, nacía el Instituto Nacional de Biodiversidad (INBio), con sede en Santo Domingo, Heredia.
Desde entonces, a través de varias sesiones de reflexión y análisis, en ese proceso genesíaco de construcción institucional, mi relación profesional con Rodrigo se acrecentó, aparejada a la consolidación de nuestra amistad. Además, a pesar de mi alejamiento físico, pues a partir de enero de 1991 y por 13 años laboré en el Centro Agronómico Tropical de Investigación y Enseñanza (CATIE), siempre mantuve un contacto más o menos cercano con la institución, que seguía innovando, creciendo y floreciendo.
Al respecto, en el décimo aniversario de su fundación, publiqué en la prensa un artículo intitulado El INBio, audacia y dedicación, en uno de cuyos pasajes expresé lo siguiente: “En síntesis, así se entrelazan y encarnan los tres conceptos medulares que rigen la labor del INBio: salvar, conocer y usar nuestra pródiga biodiversidad. Pero, además, todo este conocimiento se pone a disposición de nuestra sociedad y del mundo, a través de medios como internet, guías de campo bellamente ilustradas, textos y juegos educativos para niños, y de esa joya que es el INBioparque, recién inaugurado. Por ello, el INBio es reconocido como un modelo de institución científica, mundialmente, debido a varias razones, pero sobre todo porque su génesis y funcionamiento son ejemplos inequívocos de imaginación, audacia e innovación. Y en esto debe reconocerse que ha sido clave el Dr. Rodrigo Gámez, pues su liderazgo, capacidad de convocatoria, bonhomía y calidad científica le han permitido elegir bien a sus colaboradores, convencer a los decisores políticos y persuadir a los donantes extranjeros para, en apenas un decenio, convertir aquella idea embrionaria suya en un instituto tan robusto, que hoy es orgullo de Costa Rica y de América Latina”.
En efecto, durante 14 años, entre 1989 y 2003, Rodrigo fungió con Director General, hasta que algunos quebrantos de salud le impidieron continuar. Sin embargo, ha continuado apoyando las labores del INBio de otras maneras, a pesar de sus casi 84 años de edad.
Ahora bien, hace poco más de un año, me llevé la grata sorpresa de topármelo en el gimnasio y piscinas que frecuento, además de que se mudó del cantón central de Heredia a San Pablo, mi terruño adoptivo. En una de nuestras conversaciones, al manifestarme cuánto le costaba ahora escribir documentos extensos, me contó que por 13 años había publicado una columna mensual en el periódico semanal El Financiero. Yo lo sabía y había leído algunas, que a veces nos enviaba a los asambleístas del INBio, pero ignoraba que fueran tantas. Fue entonces cuando le sugerí que las compilara en un libro, y le ofrecí mi ayuda en leerlas, ordenarlas con cierta visión de conjunto y conseguir una editorial que pudiera publicarlo. En efecto, pocas semanas después me hizo llegar todo el material, y de inmediato empecé a trabajar en él.
Lo hice con entusiasmo y, al leerlas, me percaté con mayor claridad aún de lo que este acervo de conocimientos representa para popularizar la ciencia. ¡Cuánto he aprendido, de veras! Porque están escritas con la sabiduría de un auténtico maestro —que eso ha sido Rodrigo toda su vida—, así como en un tono muy ameno y pedagógico, propio de la estirpe de genuinos educadores conformada por su abuelo don Antonio y su padre don Lalo. Pero, aún más, son reflexiones nacidas no en un vacío ni en el aislamiento, sino alimentadas por la praxis de lo que ha significado la construcción cotidiana de una institución tan innovadora, pertinente y necesaria, como el INBio.
Hoy que esta querida entidad enfrenta serias dificultades financieras, confío en que los escritos de Rodrigo, tan ricos y persuasivos, además de deleitarnos contribuyan a crear conciencia y apoyo, para que en algún momento el INBio resurja, despliegue sus alas y alce vuelo nuevamente. Eso beneficiará no solo a Costa Rica, sino que al planeta como un todo, pues se necesitan instituciones de esta jerarquía, es decir, de muy alta calidad científica, pero al servicio inmediato de la sociedad, para enfrentar los grandes desafíos que amenazan al mundo natural y a la humanidad.
Escribo estas palabras en momentos sumamente difíciles, cuando todos los países del orbe están estremecidos por una pandemia causada por un letal coronavirus, la cual ha provocado pánico, muerte y dolor. Pero, como toda epidemia —y Rodrigo bien lo sabe, como virólogo que es—, ya pasará, aunque a un alto precio en vidas y sufrimiento. Sin embargo, cuando esta epidemia desaparezca, ahí estarán amenazas planetarias mucho más graves que esa, asociadas con las consecuencias del calentamiento global, a lo cual Rodrigo dedica varias columnas, profundamente conmovido y preocupado.
Ojalá que, ahora que están reunidas en un solo volumen, las sabias y aleccionadoras palabras de este fecundo científico y ejemplar ser humano circulen ampliamente. Pero, sobre todo, que calen profundo en la conciencia del ciudadano común, así como en las de quienes toman decisiones en todos los planos de la vida política del país y del mundo, para contribuir a salvar el planeta de la destrucción que —al menos por ahora, y por más optimista que uno trata de ser—, pareciera inminente.
(*) Luko Hilje
(luko@ice.co.cr)
Opinión – Diario Digital Nuestro País