La democracia, en Costa Rica y en gran parte de Occidente, se ha vaciado de contenido. Lo que alguna vez fue una promesa de participación, justicia social y equilibrio de poder, hoy opera más como un ritual institucionalizado, lleno de vicios, pero intocable por dogma. Se repiten elecciones, se celebran formalidades, pero las estructuras reales del poder y sus beneficiarios no cambian.
Lo más revelador y alarmante es que nadie parece satisfecho con esta democracia. Para la derecha económica, siempre ha sido una molestia: limita su deseo de concentración de poder, riqueza y recursos, al impedir que el Estado se convierta enteramente en un agente de privatización y expolio. Para la izquierda tradicional, ha sido una camisa de fuerza que impide transformar de raíz un sistema que, a pesar de algunos avances laborales y de derechos civiles, sigue reproduciendo explotación y desigualdad estructural en las relaciones sociales de producción.
Pero la crisis no termina ahí. La llamada “izquierda woke”, que reivindica a las minorías de las minorías, tampoco encuentra espacio dentro del marco democrático liberal (aunque paradójicamente, sus luchas sean liberales), porque este no le ofrece la capacidad de imponer sus agendas culturales ni reconoce su sensibilidad como punto central de la convivencia social. Es decir: para ellos, la democracia también “no sirve”.
Y finalmente, están los centristas, los defensores institucionales, los que se autodenominan “moderados”, los que levantan la bandera del equilibrio y la mesura. Pero hoy han caído en lo que más temían: la radicalización desde el centro. Se han vuelto fanáticos del formalismo democrático, incapaces de autocrítica, y ciegos ante el hecho de que el sistema que tanto defienden ha producido justamente aquello que pretendían evitar: corrupción, desigualdad, inseguridad, apatía y desesperanza. Así como llaman ultraderecha a unos e izquierda radical a otros, a ellos debemos llamarlos ultracentristas.
Además, ese centrismo institucionalista es profundamente ideológico y ajeno a la realidad concreta. Cree que basta con repetir discursos sobre estabilidad, democracia y república para sostener el país, mientras los resultados se diluyen en el aire. Lo mismo pasa con la derecha, que sueña con un país S.A., como si todo fuera reducible a rentabilidad privada y despojo de lo público. Y también con la izquierda que cree que se puede vivir del aire, como si el Estado fuese un ente mágico al margen de la economía real.
El problema común a todos es que siguen creyendo que lo central es el “paquete ideológico” que se vende en campaña, como si el proyecto político ideal se definiera por etiquetas. Pero ese ya no es el criterio que importa. La pregunta básica y urgente es otra: ¿puede ese proyecto resolver los problemas reales del país? ¿Puede hacerlo de forma justa, equitativa y duradera?
En este contexto, el llamado “chavismo tico” —una derecha reaccionaria disfrazada de disrupción política— afirma estar transformando el país. Pero no hay tal transformación, sino un autoengaño ideológico, un maquillaje que esconde los mismos intereses añejos de siempre, disfrazados de ruptura solo porque gritan más fuerte o insultan con más estilo. Es el viejo poder de siempre, con nueva retórica populista.
Por eso el discurso oficialista, institucionalista o radical ya no resuena. Porque la gente no cree en palabras cuando su realidad diaria desmiente el relato democrático de los ultracentristas que han tenido el poder en los últimos años. La consecuencia es tan peligrosa como comprensible: crece la tentación del cambio extremo, aunque eso implique destruir lo poco que queda del orden actual.
La paradoja es brutal: la oportunidad de un cambio real puede venir disfrazada de amenaza, y el miedo a lo nuevo impide ver que lo viejo ya no sirve. La complejidad no está solo en los hechos, sino en la crisis de fe colectiva. ¿En qué creer, si todos los actores del sistema se volvieron guardianes del absurdo?
La democracia vacía se parece cada vez más a una catedral sin dios: una estructura imponente, pero sin alma. Y en ese vacío, se cuelan los extremos, el caos… o tal vez, si se enfrenta con lucidez y coraje, la posibilidad de refundar algo verdaderamente nuevo, justo y funcional para todos.
(*) Mauricio Ramírez Núñez, Académico
La democracia, en Costa Rica y en gran parte de Occidente, se ha vaciado de contenido. Lo que alguna vez fue una promesa de participación, justicia social y equilibrio de poder, hoy opera más como un ritual institucionalizado, lleno de vicios, pero intocable por dogma. Se repiten elecciones, se celebran formalidades, pero las estructuras reales
La democracia, en Costa Rica y en gran parte de Occidente, se ha vaciado de contenido. Lo que alguna vez fue una promesa de participación, justicia social y equilibrio de poder, hoy opera más como un ritual institucionalizado, lleno de vicios, pero intocable por dogma. Se repiten elecciones, se celebran formalidades, pero las estructuras reales del poder y sus beneficiarios no cambian.
Lo más revelador y alarmante es que nadie parece satisfecho con esta democracia. Para la derecha económica, siempre ha sido una molestia: limita su deseo de concentración de poder, riqueza y recursos, al impedir que el Estado se convierta enteramente en un agente de privatización y expolio. Para la izquierda tradicional, ha sido una camisa de fuerza que impide transformar de raíz un sistema que, a pesar de algunos avances laborales y de derechos civiles, sigue reproduciendo explotación y desigualdad estructural en las relaciones sociales de producción.
Pero la crisis no termina ahí. La llamada “izquierda woke”, que reivindica a las minorías de las minorías, tampoco encuentra espacio dentro del marco democrático liberal (aunque paradójicamente, sus luchas sean liberales), porque este no le ofrece la capacidad de imponer sus agendas culturales ni reconoce su sensibilidad como punto central de la convivencia social. Es decir: para ellos, la democracia también “no sirve”.
Y finalmente, están los centristas, los defensores institucionales, los que se autodenominan “moderados”, los que levantan la bandera del equilibrio y la mesura. Pero hoy han caído en lo que más temían: la radicalización desde el centro. Se han vuelto fanáticos del formalismo democrático, incapaces de autocrítica, y ciegos ante el hecho de que el sistema que tanto defienden ha producido justamente aquello que pretendían evitar: corrupción, desigualdad, inseguridad, apatía y desesperanza. Así como llaman ultraderecha a unos e izquierda radical a otros, a ellos debemos llamarlos ultracentristas.
Además, ese centrismo institucionalista es profundamente ideológico y ajeno a la realidad concreta. Cree que basta con repetir discursos sobre estabilidad, democracia y república para sostener el país, mientras los resultados se diluyen en el aire. Lo mismo pasa con la derecha, que sueña con un país S.A., como si todo fuera reducible a rentabilidad privada y despojo de lo público. Y también con la izquierda que cree que se puede vivir del aire, como si el Estado fuese un ente mágico al margen de la economía real.
El problema común a todos es que siguen creyendo que lo central es el “paquete ideológico” que se vende en campaña, como si el proyecto político ideal se definiera por etiquetas. Pero ese ya no es el criterio que importa. La pregunta básica y urgente es otra: ¿puede ese proyecto resolver los problemas reales del país? ¿Puede hacerlo de forma justa, equitativa y duradera?
En este contexto, el llamado “chavismo tico” —una derecha reaccionaria disfrazada de disrupción política— afirma estar transformando el país. Pero no hay tal transformación, sino un autoengaño ideológico, un maquillaje que esconde los mismos intereses añejos de siempre, disfrazados de ruptura solo porque gritan más fuerte o insultan con más estilo. Es el viejo poder de siempre, con nueva retórica populista.
Por eso el discurso oficialista, institucionalista o radical ya no resuena. Porque la gente no cree en palabras cuando su realidad diaria desmiente el relato democrático de los ultracentristas que han tenido el poder en los últimos años. La consecuencia es tan peligrosa como comprensible: crece la tentación del cambio extremo, aunque eso implique destruir lo poco que queda del orden actual.
La paradoja es brutal: la oportunidad de un cambio real puede venir disfrazada de amenaza, y el miedo a lo nuevo impide ver que lo viejo ya no sirve. La complejidad no está solo en los hechos, sino en la crisis de fe colectiva. ¿En qué creer, si todos los actores del sistema se volvieron guardianes del absurdo?
La democracia vacía se parece cada vez más a una catedral sin dios: una estructura imponente, pero sin alma. Y en ese vacío, se cuelan los extremos, el caos… o tal vez, si se enfrenta con lucidez y coraje, la posibilidad de refundar algo verdaderamente nuevo, justo y funcional para todos.
(*) Mauricio Ramírez Núñez, Académico
Opinión – Diario Digital Nuestro País