<p>En una de las más bellas y sabias crónicas taurinas escritas jamás, <strong>Joaquín Vidal</strong> (maestro, escritor profundo y hombre de andares derechos) se imaginó el mundo, o casi, sin tiempo, con las manecillas detenidas en las ocho y media de la tarde, que no las cinco. «En Madrid, los relojes no marcan las horas», arrancaba el texto a vueltas con una faena milenaria en Las Ventas. «Por esta plaza y por esta feria han pasado gentes de seda y oro de todos los colores, de todas las hechuras, de todos los gustos y de todas las artes, pero el toreo lo ha hecho Curro. El toreo es Curro», continuaba en referencia a <i>quidam</i> Curro Romero. Lo que seguía, después de un amago de interpretación esotérica o astrológica de lo sucedido, era la minuciosa descripción de un rito extraño y perfecto de reglas misteriosas, pero siempre exageradamente bellas. O solo, sin hipérbole que valga, bellas. De una belleza dolorosa empapada en sangre. También en sudor, pero más sangre. Cualquier lector avisado podía imaginarse el vapor de incienso de lo narrado. Pero, mucho más relevante, cualquier lego atisbaba en su ignorancia, o desinterés incluso, a ver algo nuevo sin saber exactamente el qué. Y no era tanto magia, que quizá también, como simplemente lenguaje.<strong> La música de la escritura, el mito compartido de lo aún por nombrar, nos acerca al ámbito de lo no reglado, de lo inefable, al </strong><i><strong>noúmeno</strong></i><strong>, que decían los clásicos.</strong></p>
El director, ganador de la Concha de Oro, confecciona un documental sobre el misterio alrededor de la figura de Andrés Roca Rey tan impactante y brutal como fascinante y casi sagrado
En una de las más bellas y sabias crónicas taurinas escritas jamás, Joaquín Vidal (maestro, escritor profundo y hombre de andares derechos) se imaginó el mundo, o casi, sin tiempo, con las manecillas detenidas en las ocho y media de la tarde, que no las cinco. «En Madrid, los relojes no marcan las horas», arrancaba el texto a vueltas con una faena milenaria en Las Ventas. «Por esta plaza y por esta feria han pasado gentes de seda y oro de todos los colores, de todas las hechuras, de todos los gustos y de todas las artes, pero el toreo lo ha hecho Curro. El toreo es Curro», continuaba en referencia a quidam Curro Romero. Lo que seguía, después de un amago de interpretación esotérica o astrológica de lo sucedido, era la minuciosa descripción de un rito extraño y perfecto de reglas misteriosas, pero siempre exageradamente bellas. O solo, sin hipérbole que valga, bellas. De una belleza dolorosa empapada en sangre. También en sudor, pero más sangre. Cualquier lector avisado podía imaginarse el vapor de incienso de lo narrado. Pero, mucho más relevante, cualquier lego atisbaba en su ignorancia, o desinterés incluso, a ver algo nuevo sin saber exactamente el qué. Y no era tanto magia, que quizá también, como simplemente lenguaje. La música de la escritura, el mito compartido de lo aún por nombrar, nos acerca al ámbito de lo no reglado, de lo inefable, al noúmeno, que decían los clásicos.
Ya siento el largo exordio, pero Tardes de soledad va de exactamente eso. Albert Serra nos propone un documental taurino, que en verdad no lo es. Llamémosla película táurica. La idea es acercarse, en su sentido más literal, a las claves por fuerzas misteriosas que ordenan un arte que también es barbarie; un ejercicio de crueldad que en la misma medida lo es de belleza; un rito rural antiguo que, por su naturaleza, hace chirriar los goznes de la modernidad urbana. Se trata de algo por definición incomprensible que existe solo para dar sentido al verbo dudar.
Albert Serra ofrece desnuda y en crudo una película de dos horas. En el centro, Andrés Roca Rey es entregado en sacrificio. El teleobjetivo de la cámara acompaña al matador de toros nacido en Perú por diferentes corridas. Se le ve antes en el tiempo de vestirse y de escuchar en silencio las conversaciones de los otros. Se le ve después en el momento del sudor, de los golpes no curados y de las cogidas que no llegaron a ser convertidas ahora en herida abierta en la memoria. Y en el miedo. Y, sobre todo, se le ve durante, se leve sobre la arena a la vez completamente desnudo y arropado por oleadas de sudor, erupciones de sangre, volcanes de adrenalina y vendavales surgidos de los pulmones de los toros. Jamás se vio tan cerca, nunca antes se vio tan adentro. Y, no menor, jamás se escuchó tan claro: desde los resoplidos de los astados al monocorde ritual de halagos de los subalternos. Todo queda a la vista y al oído en su perfecto enigma.
Teóricamente, todo se presenta con una objetividad congelada cerca del hielo. Cada uno elige quedarse con la repulsa o con la fascinación. O con las dos cosas, que es mucho más interesante. Sin embargo, a medida que avanza la película los perfiles de las ideas firmes y evidentes se desdibujan. Tardes de soledad apela con la misma fuerza y convicción a la prosa y a la poesía, a la razón y al mito, al miedo y a la entrega. No se trata de una película para la discusión, aunque la habrá, sino para la introspección callada, para la reflexión alerta y siempre sorprendida.
Tardes de soledad tiene mucho de milagro y consigue ser lo que probablemente pretendía: la película que nadie quiere ver. A los taurinos les entrega un documento para la grandeza de su oficio, pero también para su vergüenza. Y a los otros, a los animalistas o solo escépticos, les ofrece la posibilidad (por supuesto, siempre rechazada) de dudarse por dentro, de descubrirse, llegado el caso, desamparados en cada una de sus certezas. Y, por ello, no hay forma de colocar en ninguna estantería una película monumental, preciosa, precisa, brutal, desconsolada, trágica, bella y, desde cualquier punto de vista, única. Nadie la quiere ver y hay que verla para creerla.
Decía Joaquín Vidal: «El torero se doblaba con el toro, cimbreaba la cintura en la pincelada exquisita del derechazo, embarcaba al natural con caricia de terciopelo. Y el ayudado. Y el pase de pecho en amalgama de hondura y arte. Y la serenidad de aguantar un parón con los pitones a centímetros de los muslos. Y el rodillazo en tierra para enroscar al toro en seguimiento del engaño. Y la muleta en la izquierda otra vez para el natural hondo. Y el trincherazo de nuevo. Y el ‘quiquiriquí’. Y el pase de la Firma. Y el flamear escarlata en el cambio de mano. Y volvía el toro al engaño, prendido en sus vuelos. Armonía, cadencia, embrujo».
Armonía, cadencia, embrujo. El misterio del tiempo, el misterio de Roca Rey, el misterio del propio misterio.
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