Es muy común que busquemos endilgarle la responsabilidad a otros por los resultados de nuestras propias acciones, creyendo que así solucionaremos las consecuencias de errores, equivocaciones o malas decisiones. Nada es tan obtuso y negativo como esta actitud. Es común, también, lo que llamaríamos el olvido culpable, que no es más que una de las variantes de la estupidez humana.
Si echamos un vistazo a la realidad, observamos que los seres humanos debemos cargar con un peso añadido al del resto de los animales, provocado por «un grupo de personas que pertenecen al propio género humano». Este grupo, que no se halla organizado ni se rige por ley alguna, consigue sin embargo «actuar en perfecta sintonía» guiado por una mano invisible que impide el crecimiento del bienestar y de la felicidad humana.
Para reconocer esta actitud debemos referirnos a las cinco las leyes fundamentales de la estupidez humana según expone en su libro Carlo M. Cipolla (1922-2000). Vamos a verlas:
La primera de ellas es que «siempre e inevitablemente cada uno de nosotros subestima el número de individuos estúpidos que circulan por el mundo», es decir, que como reza la frase bíblica, stultorum infinitus numerus est. Grande es nuestra sorpresa cuando caemos en la cuenta de que personas que habíamos considerado racionales e inteligentes se revelan como irremediablemente estúpidas.
La segunda ley reza: «La probabilidad de que una persona determinada sea estúpida es independiente de cualquier otra característica de la misma persona». El estúpido nace estúpido, por obra y gracia de la Naturaleza, y su proporción es constante en todo grupo humano.
Todo ser humano queda enclavado en una de estas cuatro categorías: incautos, inteligentes, malvados y estúpidos. La tercera ley dice que estos últimos son aquellos que causan «un daño a otra persona o grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, incluso obteniendo un perjuicio», algo absolutamente incomprensible para alguien razonable que se resiste a entender cómo puede existir la estupidez.
Lo problemático es que la estupidez es muy peligrosa, puesto que a las personas razonables les es complicado entender el comportamiento estúpido. Mientras que podemos comprender el proceder de una persona malvada (que sigue un modelo de racionalidad), no ocurre así con la estúpida, frente a la que estamos completamente desarmados: su conducta es imprevisible y su ataque no se puede anticipar. Además, el estúpido no sabe que lo es. Esto conduce a Cipolla a enunciar la cuarta ley: «Las personas no estúpidas subestiman siempre el potencial nocivo de las personas estúpidas».
La quinta y última ley indica que «la persona estúpida es el tipo de persona más peligrosa que existe», pues de su actuar no se sigue una vacua nada, sino un peligroso vacío en el que cabe toda posibilidad.
Toda esta larga introducción tiene el propósito de justificar el título de este artículo: Turismo y Estupidez. Y ahora que se nota un descenso en el número de visitantes y sus consecuencias en la economía del país, andamos buscando responsabilizar a otros cuando en realidad es culpa nuestra que esto suceda. Y me explico.
Uno de los sectores más dinámicos y versátiles de las economías es, sin ninguna duda, el turismo; este trae consigo mayor inversión, divisas, empleos (tanto directos como indirectos), encadenamientos productivos con otros sectores, ingresos fiscales; todo ello, gestionado de manera adecuada, puede impactar de manera positiva en el bienestar y desarrollo de las sociedades en las cuales se lleva a cabo este tipo de actividades.
Durante décadas, el turismo ha experimentado un continuo crecimiento y una profunda diversificación, hasta convertirse en uno de los sectores económicos que crecen con mayor rapidez en el mundo. El turismo mundial guarda una estrecha relación con el desarrollo y se inscriben en él un número creciente de nuevos destinos. Esta dinámica ha convertido al turismo en un motor clave del progreso socioeconómico.
En nuestro país sus efectos han sido evidentes, representando una fuente de crecimiento económico considerable. Sin embargo, si analizamos detenidamente esta actividad frente al hecho de que Costa Rica es uno de los países más caros de América Latina, cabría preguntar hasta qué punto la codicia y el descontrol de los precios ha puesto en peligro esta misma fuente de ingresos.
Resulta que cualquier actividad relacionada con ello, bares, restaurantes, hoteles, tiendas de recuerdos (souvenirs), actividades deportivas en tierra o agua, y así muchas más, tienen un precio desproporcionado, no ya para los nacionales, sino incluso para el turista.
Y se nos olvida que países como Panamá y El Salvador, que pueden ofrecer atractivos iguales o superiores a los nuestros, están impulsando fuertemente sus programas orientados hacia el crecimiento de las ofertas turísticas en ellos, con precios bastante menores a los nuestros.
Sin embargo, fuentes oficiales endilgan la responsabilidad del descenso del flujo turístico a las empresas de transporte aéreo, y no mencionan para nada ciertos elementos clave: el precio de los servicios, la calidad de los servicios y la competitividad de los mismos, que dejan mucho que desear en nuestro país.
Por ejemplo, en el Pacífico central, antes de llegar a Jacó, existe un restaurante que tiene nombre de molusco, cuyos precios son absolutamente desproporcionados con relación a la baja calidad de lo que ofrecen. Poco a poco irán perdiendo clientela y no sería extraño que, a mediano plazo, empiecen a operar con pérdidas. Y así vemos situaciones muy similares en todo el país.
Es, en cierto modo, una muestra de la estupidez, esta vez caracterizada por el deseo de la ganancia máxima en el menor tiempo posible, la ausencia de visión de mediano y largo plazo, y la ausencia de consideración de que la clientela, nacional o extranjera, por lo general no es tan estúpida como para no darse cuenta de que la están estafando impunemente.
Los hombres, las mujeres, las familias, los clanes, las tribus…, siempre han sido viajeros desde que abandonaron la seguridad arborícola de los bosques y comenzaron a caminar erguidos. No existe un rincón sobre la superficie de la tierra, incluyendo islas, que el homo sapiens no haya hollado con sus pies desnudos o calzados. Los primeros “turistas” salieron de África hace unos dos millones de años y se desparramaron por Europa, Asia, las dos Américas y Oceanía. Desde entonces la humanidad no ha cesado de viajar, por las razones que fueren: Trabajo, hambre, guerras, o deseos de expansión y conquista.
Actualmente, “el mono vestido”, sigue migrando por las mismas razones de siempre, más una añadida y relativamente reciente: el viaje turístico en masa, para conocer otras costumbres, otras comidas y otros espacios, visitando museos, iglesias derruidas, catedrales y restaurantes, estos últimos, que hay en todas partes, son los más visitados.
Según aquellos que defienden el neoliberalismo económico en nuestro país es preferible dejar que las fuerzas del mercado actúen libremente. Esa es la mejor manera de preservar los intereses colectivos, sin necesidad de que haya una orquestación gubernamental. Cuando se trabaja en libertad, los diversos intereses se acomodan y, de acuerdo a esta escuela de pensamiento, el interés colectivo sale fortalecido.
Los resultados de nuestro desarrollo turístico, empero, tienden a desmentir la validez de este planteamiento. Basta con echar una ojeada a los impactos negativos sobre el medio ambiente que en algunos lugares del territorio ha ocasionado el desarrollo turístico. Salta a la vista la posibilidad de que, de seguir actuando de esa manera, el desarrollo no pueda ser sostenible.
Sin embargo, los impactos ambientales palidecen en importancia frente a las cambiantes condiciones del mercado turístico internacional. Esos daños pueden ser revertidos con una intervención que restaure los ecosistemas afectados. Pero lo que trae consigo el mercado es más desafiante y menos manejable sin que medie una actuación bien pensada.
Tener buenas playas, un clima cálido y gente amigable ya no es suficiente. Tampoco lo es ser barato y ofrecer los paquetes «todo incluido». Con el paso del tiempo, los turistas de nuestros principales mercados emisores han adquirido experiencia y quieren otras cosas. Su mayor sofisticación también es acompañada por la Internet, lo cual le ofrece ilimitada información.
Es por eso que la diversificación del producto turístico es un imperativo nacional. Pero más allá de ese requisito está la «hipercompetencia» que se está desarrollando entre los destinos turísticos del mundo en desarrollo. A medida que se multiplican las naciones que abrazan al turismo como alternativa de desarrollo, ya no se puede seguir ofreciendo más de lo mismo.
(*) Alfonso J. Palacios Echeverría
Es muy común que busquemos endilgarle la responsabilidad a otros por los resultados de nuestras propias acciones, creyendo que así solucionaremos las consecuencias de errores, equivocaciones o malas decisiones. Nada es tan obtuso y negativo como esta actitud. Es común, también, lo que llamaríamos el olvido culpable, que no es más que una de las
Es muy común que busquemos endilgarle la responsabilidad a otros por los resultados de nuestras propias acciones, creyendo que así solucionaremos las consecuencias de errores, equivocaciones o malas decisiones. Nada es tan obtuso y negativo como esta actitud. Es común, también, lo que llamaríamos el olvido culpable, que no es más que una de las variantes de la estupidez humana.
Si echamos un vistazo a la realidad, observamos que los seres humanos debemos cargar con un peso añadido al del resto de los animales, provocado por «un grupo de personas que pertenecen al propio género humano». Este grupo, que no se halla organizado ni se rige por ley alguna, consigue sin embargo «actuar en perfecta sintonía» guiado por una mano invisible que impide el crecimiento del bienestar y de la felicidad humana.
Para reconocer esta actitud debemos referirnos a las cinco las leyes fundamentales de la estupidez humana según expone en su libro Carlo M. Cipolla (1922-2000). Vamos a verlas:
La primera de ellas es que «siempre e inevitablemente cada uno de nosotros subestima el número de individuos estúpidos que circulan por el mundo», es decir, que como reza la frase bíblica, stultorum infinitus numerus est. Grande es nuestra sorpresa cuando caemos en la cuenta de que personas que habíamos considerado racionales e inteligentes se revelan como irremediablemente estúpidas.
La segunda ley reza: «La probabilidad de que una persona determinada sea estúpida es independiente de cualquier otra característica de la misma persona». El estúpido nace estúpido, por obra y gracia de la Naturaleza, y su proporción es constante en todo grupo humano.
Todo ser humano queda enclavado en una de estas cuatro categorías: incautos, inteligentes, malvados y estúpidos. La tercera ley dice que estos últimos son aquellos que causan «un daño a otra persona o grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, incluso obteniendo un perjuicio», algo absolutamente incomprensible para alguien razonable que se resiste a entender cómo puede existir la estupidez.
Lo problemático es que la estupidez es muy peligrosa, puesto que a las personas razonables les es complicado entender el comportamiento estúpido. Mientras que podemos comprender el proceder de una persona malvada (que sigue un modelo de racionalidad), no ocurre así con la estúpida, frente a la que estamos completamente desarmados: su conducta es imprevisible y su ataque no se puede anticipar. Además, el estúpido no sabe que lo es. Esto conduce a Cipolla a enunciar la cuarta ley: «Las personas no estúpidas subestiman siempre el potencial nocivo de las personas estúpidas».
La quinta y última ley indica que «la persona estúpida es el tipo de persona más peligrosa que existe», pues de su actuar no se sigue una vacua nada, sino un peligroso vacío en el que cabe toda posibilidad.
Toda esta larga introducción tiene el propósito de justificar el título de este artículo: Turismo y Estupidez. Y ahora que se nota un descenso en el número de visitantes y sus consecuencias en la economía del país, andamos buscando responsabilizar a otros cuando en realidad es culpa nuestra que esto suceda. Y me explico.
Uno de los sectores más dinámicos y versátiles de las economías es, sin ninguna duda, el turismo; este trae consigo mayor inversión, divisas, empleos (tanto directos como indirectos), encadenamientos productivos con otros sectores, ingresos fiscales; todo ello, gestionado de manera adecuada, puede impactar de manera positiva en el bienestar y desarrollo de las sociedades en las cuales se lleva a cabo este tipo de actividades.
Durante décadas, el turismo ha experimentado un continuo crecimiento y una profunda diversificación, hasta convertirse en uno de los sectores económicos que crecen con mayor rapidez en el mundo. El turismo mundial guarda una estrecha relación con el desarrollo y se inscriben en él un número creciente de nuevos destinos. Esta dinámica ha convertido al turismo en un motor clave del progreso socioeconómico.
En nuestro país sus efectos han sido evidentes, representando una fuente de crecimiento económico considerable. Sin embargo, si analizamos detenidamente esta actividad frente al hecho de que Costa Rica es uno de los países más caros de América Latina, cabría preguntar hasta qué punto la codicia y el descontrol de los precios ha puesto en peligro esta misma fuente de ingresos.
Resulta que cualquier actividad relacionada con ello, bares, restaurantes, hoteles, tiendas de recuerdos (souvenirs), actividades deportivas en tierra o agua, y así muchas más, tienen un precio desproporcionado, no ya para los nacionales, sino incluso para el turista.
Y se nos olvida que países como Panamá y El Salvador, que pueden ofrecer atractivos iguales o superiores a los nuestros, están impulsando fuertemente sus programas orientados hacia el crecimiento de las ofertas turísticas en ellos, con precios bastante menores a los nuestros.
Sin embargo, fuentes oficiales endilgan la responsabilidad del descenso del flujo turístico a las empresas de transporte aéreo, y no mencionan para nada ciertos elementos clave: el precio de los servicios, la calidad de los servicios y la competitividad de los mismos, que dejan mucho que desear en nuestro país.
Por ejemplo, en el Pacífico central, antes de llegar a Jacó, existe un restaurante que tiene nombre de molusco, cuyos precios son absolutamente desproporcionados con relación a la baja calidad de lo que ofrecen. Poco a poco irán perdiendo clientela y no sería extraño que, a mediano plazo, empiecen a operar con pérdidas. Y así vemos situaciones muy similares en todo el país.
Es, en cierto modo, una muestra de la estupidez, esta vez caracterizada por el deseo de la ganancia máxima en el menor tiempo posible, la ausencia de visión de mediano y largo plazo, y la ausencia de consideración de que la clientela, nacional o extranjera, por lo general no es tan estúpida como para no darse cuenta de que la están estafando impunemente.
Los hombres, las mujeres, las familias, los clanes, las tribus…, siempre han sido viajeros desde que abandonaron la seguridad arborícola de los bosques y comenzaron a caminar erguidos. No existe un rincón sobre la superficie de la tierra, incluyendo islas, que el homo sapiens no haya hollado con sus pies desnudos o calzados. Los primeros “turistas” salieron de África hace unos dos millones de años y se desparramaron por Europa, Asia, las dos Américas y Oceanía. Desde entonces la humanidad no ha cesado de viajar, por las razones que fueren: Trabajo, hambre, guerras, o deseos de expansión y conquista.
Actualmente, “el mono vestido”, sigue migrando por las mismas razones de siempre, más una añadida y relativamente reciente: el viaje turístico en masa, para conocer otras costumbres, otras comidas y otros espacios, visitando museos, iglesias derruidas, catedrales y restaurantes, estos últimos, que hay en todas partes, son los más visitados.
Según aquellos que defienden el neoliberalismo económico en nuestro país es preferible dejar que las fuerzas del mercado actúen libremente. Esa es la mejor manera de preservar los intereses colectivos, sin necesidad de que haya una orquestación gubernamental. Cuando se trabaja en libertad, los diversos intereses se acomodan y, de acuerdo a esta escuela de pensamiento, el interés colectivo sale fortalecido.
Los resultados de nuestro desarrollo turístico, empero, tienden a desmentir la validez de este planteamiento. Basta con echar una ojeada a los impactos negativos sobre el medio ambiente que en algunos lugares del territorio ha ocasionado el desarrollo turístico. Salta a la vista la posibilidad de que, de seguir actuando de esa manera, el desarrollo no pueda ser sostenible.
Sin embargo, los impactos ambientales palidecen en importancia frente a las cambiantes condiciones del mercado turístico internacional. Esos daños pueden ser revertidos con una intervención que restaure los ecosistemas afectados. Pero lo que trae consigo el mercado es más desafiante y menos manejable sin que medie una actuación bien pensada.
Tener buenas playas, un clima cálido y gente amigable ya no es suficiente. Tampoco lo es ser barato y ofrecer los paquetes «todo incluido». Con el paso del tiempo, los turistas de nuestros principales mercados emisores han adquirido experiencia y quieren otras cosas. Su mayor sofisticación también es acompañada por la Internet, lo cual le ofrece ilimitada información.
Es por eso que la diversificación del producto turístico es un imperativo nacional. Pero más allá de ese requisito está la «hipercompetencia» que se está desarrollando entre los destinos turísticos del mundo en desarrollo. A medida que se multiplican las naciones que abrazan al turismo como alternativa de desarrollo, ya no se puede seguir ofreciendo más de lo mismo.
(*) Alfonso J. Palacios Echeverría
Opinión – Diario Digital Nuestro País