Hace siete meses publiqué un artículo intitulado La ignorada tumba del botánico Carlos Wercklé (Nuestro País, 24-XI-2024), el propio día de la conmemoración del centenario del fallecimiento del botánico alsaciano Carlos Wercklé Deher, acaecido en Costa Rica.
Como indiqué en dicho artículo, Wercklé radicó en nuestro país a partir de 1902, y nunca disfrutó de un empleo estable. Sin embargo, jamás dejó de explorar nuestras montañas y bosques, lo que le permitió descubrir numerosas especies nuevas para la ciencia, algunas de las cuales portan hoy su apellido, como reconocimiento a tan denodadas labores. Asimismo, gracias a su esclarecida mente, pudo escribir la singular obra La subregión fitogeográfica costarricense —a cuyo significado me referí en mi artículo— que, de manera impensada, lo vincularía con el joven Clorito Picado, nuestro mayor científico de todos los tiempos.
Para empezar, debo aclarar que la mayoría de la información contenida en este artículo proviene del libro Vida y obra del doctor Clodomiro Picado T. (1964), escrito por su pariente, el erudito Manuel Picado Chacón, quien conoció y trató de cerca a Clorito, fallecido en 1944. Asimismo, el presente texto tiene mucho en común con el artículo académico intitulado Clodomiro Picado como zoólogo, aparecido en mayo de este año en la Revista de Ciencias Ambientales (No. 59, 2), de la Universidad Nacional (UNA), aunque en ese hay varias cuestiones muy técnicas que he omitido aquí, por ser este un artículo divulgativo.
Por cierto, tuve la oportunidad de conocer a don Manuel Picado en 1971, aunque apenas de vista. Elegante e impecable en su vestimenta, lo veía todos los lunes, mientras yo esperaba a que empezara la clase de Matemática para Biólogos, en el célebre edificio de aulas de la Universidad de Costa Rica (UCR), adonde él llegaba a impartir lecciones. Ignoro de qué, pues era un genuino humanista y enciclopedista, formado como microbiólogo y economista —¡insólita combinación!—, disciplinas que complementó con las artes de la escritura (ensayista, cuentista y poeta), la pintura, la escultura y la música. Aunque para entonces ya había leído su libro, la poquedad propia de mis 19 años de edad me impidió atreverme a conversar con él, a pesar de que varias veces estuvimos casi a la par, con los codos apoyados en un gran ventanal sin vidrios, apto para esperar a que se desocuparan las muy concurridas aulas.
Un joven prometedor
Cuando el corpulento Wercklé arribó a nuestro país, residía en Cartago un adolescente llamado Clodomiro Picado Twight, quien de por vida sería conocido como Clorito, debido a su pequeña, delgada y frágil contextura. Por entonces con 15 años de edad, este mozalbete cursaba la secundaria en el Colegio San Luis Gonzaga, donde había sorprendido con su inusitada inteligencia a profesores de la talla del químico suizo Gustavo Michaud Monnier y del nacional Juan de Dios Céspedes Gómez; este último, que había estudiado en Alemania, enseñaba ciencias naturales (física, química, geología, mineralogía, botánica y zoología).
Es oportuno indicar que en esos tiempos no era posible obtener el bachillerato en su colegio. Por tanto, después de cursar cinco años ahí, se requería uno más, por lo que Clorito debió matricularse en el Liceo de Costa Rica. Como era de esperar, ahí también descolló, lo que suscitó la admiración de los profesores José Fidel Tristán Fernández y Anastasio Alfaro González, este último otrora director del Museo Nacional; y también del director del Liceo, el connotado intelectual Elías Jiménez Rojas, quien había estudiado en la Universidad de París (La Sorbona), gracias a una beca del gobierno.
Graduado de bachiller en 1906, al año siguiente Clorito retornó a Cartago algo frustrado, pues anhelaba emprender estudios superiores, pero en el país se carecía de un ente de ese nivel, puesto que la Universidad de Santo Tomás había sido clausurada en 1887, el mismo año en que él nació. Fue por ello que se dedicó a trabajar en contabilidad en un negocio local, aunque también fungió como docente en ciencias naturales en el Colegio San Luis Gonzaga, a la vez que en su tiempo libre se dedicaba a recolectar plantas y animales en los bosques de Orosi y otros lugares cercanos, que utilizaba para hacer más ricas y amenas sus lecciones.
Con apenas 20 años de edad a su haber, sus compañeros de labores docentes —otrora profesores suyos— atestiguaron y reafirmaron el inmenso potencial científico del joven, digno de que cursara estudios universitarios en el extranjero. Y fue así cómo, con el concurso de sus mentores del Liceo de Costa Rica, más otras personas influyentes, resultó posible convencer al gobierno del abogado e historiador Cleto González Víquez, para que le otorgara una beca de Estado y pudiera estudiar en el exterior. Aunque la iniciativa topó con varios obstáculos, en octubre de 1908 Clorito partía, nada menos que a La Sorbona, en París.

Tal fue su desempeño en, que un año después, bajo la cálida guía de su mentor Maurice Caullery, Clorito obtenía el Diploma de Estudios Superiores de Zoología, gracias a su tesis Observaciones sobre mimetismo recogidas en Costa Rica.
No obstante, aunque entregado devotamente a sus estudios e investigaciones, Clorito tenía otro tipo de inquietudes, y París era la meca cultural del mundo. Amaba la ópera, la buena literatura y las artes plásticas, por lo que frecuentaba los museos parisinos. En esos días, su colega y amigo polaco David Keilin le presentó a una bella compatriota de origen judío, Ida Volkenheim, con quien Clorito compartió numerosas actividades —en medio de un enamoramiento mutuo, que poco después se desvanecería por razones ajenas a ellos—, incluida una conferencia del célebre filósofo y escritor francés Henri Bergson en La Sorbona. Narra su biógrafo Manuel Picado que, al terminar la conferencia, Ida le hizo ver que uno de “dos hombres bajitos que hablaban ruso y que tenían aspecto de profesores de matemática” era un individuo “que estaba dictando conferencias en París sobre cuestiones socialistas, y que con mucha frecuencia se le veía en el Barrio Latino. Su nombre era Vladimir Ilich Ulianov, que firmaba sus escritos en los periódicos con el nombre Lenin”, quien en 1917 lideraría la revolución soviética.
Una feliz coincidencia
Mientras tanto, en la muy lejana Costa Rica, el alsaciano Wercklé continuaba sus incesantes exploraciones botánicas, que culminarían en la ya citada obra La subregión fitogeográfica costarricense, la cual fue leída por él ante la Sociedad Nacional de Agricultura, en la sesión del 25 de setiembre de 1909. ¡Cosas del destino! Porque, por entonces, nadie habría podido imaginar que lo narrado en un fragmento de ese opúsculo habría de unir las vidas de Clorito y Wercklé en el plano científico.
En efecto, al referirse a las familias de plantas epífitas, es decir, a aquellas que crecen sobre los árboles, Wercklé afirmaba que “la flora epífita es de todos los tipos de vegetación el más interesante; más que las palmas majestuosas y los helechos arbóreos o las formas fastuosas de los Philodendrum gigánteos [mano de tigre, etc.], esta flora revela la energía de la naturaleza tropical, y la gracia y audacia de su fantástico desarrollo formal [morfológico]”.
Y de estas epífitas, de hábitos tan peculiares, Wercklé enfatizaba las bromelias o “piñuelas”, sobre las cuales expresaba lo siguiente: “Muy interesante es la vida de las bromeliáceas. Fijadas por medio de un fascículo de raíces cortas, tenaces como alambres sobre las ramas de los árboles, absorben las sustancias para la asimilación por medio de sus hojas del agua que las baña, y de la que se encuentra depositada en las bolsas que forman sus bases vaginales. En estos tanquecitos se encuentra siempre un precipitado de sustancias orgánicas descompuestas, mientras que el agua perfectamente clara, inodora, tiene otras en solución; además, se encuentran en ellas los pedazos de hojas, hojitas enteras, flores, semillas etc. que han caído adentro y no han tenido tiempo para descomponerse todavía. Notable es que la descomposición de tanta materia orgánica en tan poca agua proceda sin mal olor; aún el agua no tiene sabor desagradable, debido probablemente a la parte que toma la planta en esta descomposición; que no es una pudrición; sin duda los pelos escariosos de la parte vaginal determinan el modo de cambio de las sustancias”.

Y, a continuación, como una curiosidad anotaba que “en estos depósitos viven unos batracios anuros pequeños muy interesantes, que nunca salen de ellos. Una Hyla vive con la mitad posterior del cuerpo submersa [inmersa], sentada entre el limbo de la hoja y su parte vaginal; la mitad del cuerpo que está diariamente debajo del agua tiene otro color que el resto del cuerpo y una piel de diferente aspecto”.
Ahora bien, en los primeros meses de 1910, la hasta entonces alegre, estimulante y promisoria situación de Clorito se vio nublada por dos serios acontecimientos, interconectados.
El primero fue el célebre y muy destructivo terremoto de Cartago, ocurrido el 4 de mayo, como consecuencia del cual murieron unas 700 personas, a la vez que muchas casas y edificaciones se desplomaron, incluido el edificio del muy querido Colegio San Luis Gonzaga. Eso hizo que, junto con otros coterráneos que estudiaban en Francia, Clorito retornara de manera transitoria a Costa Rica, para ver a su familia, afectada por el cataclismo. La otra adversidad fue que el gobierno, a cargo del abogado cartaginés Ricardo Jiménez Oreamuno —había iniciado sus labores el 8 de mayo—, decidió cancelar el programa de becas, debido a la difícil situación económica del país. Para Clorito, esto significaba que los anhelos de continuar estudios en Francia quedarían truncos. Por fortuna, su padre, el profesor de matemática Clodomiro Picado Lara, había alcanzado una curul para la nueva legislatura, y se valió de sus influencias políticas para que le mantuvieran la beca a Clorito, aunque disminuida en su monto.
Una ranita arborícola
Ante este nuevo y positivo panorama, con gran perspicacia, y sabedor de sus inusitadas capacidades intelectuales, Clorito le escribió a su mentor Caullery, y pactó con él para permanecer cerca de un año en Costa Rica, y así recolectar material de campo para su futura tesis. Lo que no sabía era sobre el tema que abordaría. Fue entonces que buscó el consejo de quienes podrían ayudarle a perfilar mejor un tema de investigación que fuera importante y atractivo desde el punto de vista científico.

En sus propias palabras, tomadas del prólogo de su tesis doctoral, él narra lo siguiente: “Cuando en 1910, el Sr. J. F. [José Fidel] Tristán me puso al corriente de los recientes descubrimientos de P. [Philip] Calvert sobre la fauna de las bromeliáceas epífitas y, particularmente, sobre los odonatos bromelícolas, pensé en emprender el estudio de las bromeliáceas como medio biológico. El Sr. Tristán, luego de mucho tiempo, había descubierto una cierta cantidad de especies bromelícolas, y C. [Carlos] Wercklé acababa de publicar una memoria de fitogeografía, en la cual mencionaba una ranita bromelícola del país encontrada por él. Comencé por explorar las bromeliáceas de los alrededores de Cartago; las búsquedas fueron fructuosas, pues la fauna era abundante. Una vez hechas mis colecciones, las pasé a los Sres. Tristán y A. [Anastasio] Alfaro, quienes tuvieron a amabilidad de hacerlas estudiar por algunos especialistas”.
En efecto, entre 1909 y 1910 habían residido en el país los esposos Philip Powell Calvert y Amelia Catherine Smith, para aprovechar un año sabático del primero, quien era especialista en el orden Odonata (libélulas y gallegos). De este esfuerzo resultaría el excelente libro A year of Costa Rican natural history, que permanece sin traducir al español.
Además, es de suponer que fue entonces cuando Clorito buscó y conoció a Wercklé, para que éste le informara acerca de las localidades donde había hallado la curiosa rana que habitaba las bromelias. En palabras de su biógrafo Manuel Picado, Wercklé recolectó en Santiago, pero Clorito dedicó casi un año a visitar varias localidades de Cartago, casi siempre junto con sus entrañables amigos Carlos, Julio y Mario Sancho Jiménez, cuyo padre era el dueño de las fincas El Plantón y La Estrella; cabe acotar que Mario fue un brillante intelectual y diplomático, mientras que Carlos fue una víctima mortal de la oprobiosa dictadura de los hermanos Tinoco.

Y fue así como en marzo de 1911, el brillante y muy afanoso Clorito retornaba a Francia, con un gran cargamento de especímenes e información. Por cierto, en su viaje lo acompañó Mario Sancho —amigo desde la infancia—, quien escribió un bello relato de la travesía, en el cual menciona que llevaba consigo una carta de recomendación para el gran poeta Rubén Darío, suscrita por el célebre abogado y educador cubano Antonio Zambrana Vázquez.
Bajo la orientación de Caullery, a Clorito le tomó unos dos años organizar y analizar esos datos de campo, con los que preparó su tesis de doctorado, que se intitularía Les broméliacées épiphytes considérées comme milieu biologique (Las bromeliáceas epífitas consideradas como medio biológico). Es oportuno indicar que en 1988, gracias a los empeños del recordado y entrañable Dr. Alfonso Trejos Willis —discípulo directo de Clorito—, la Editorial Tecnológica de Costa Rica tradujo la tesis al español y la incluyó en el primero de los siete volúmenes de las Obras completas de Clorito.
Ahora bien, conviene resaltar que, aunque al inicio de sus labores Clorito fue vivamente estimulado por el sorprendente descubrimiento de la rana capturada por Wercklé, sus minuciosos estudios le permitirían detectar que —como sucede a menudo en el mundo de la biología— la situación era mucho más compleja. Y, en cierto modo, era esperable una mayor diversidad de especies de anfibios, pues el medio acuático creado por las piñuelas hace posible que las larvas (renacuajos) puedan completar su desarrollo hasta el estado adulto, además de que hay varios centenares de especies de insectos acuáticos, especialmente dípteros, que les sirven de alimento.
Fue así como Clorito pudo encontrar cinco especies de ranas en las bromelias, más una de salamandras (Spelerpes picadoi); dichas especies fueron identificadas por un experto, el herpetólogo noruego Leonhard H. Stejneger, del Instituto Smithsoniano, en Washington. Las ranas halladas fueron Eleutherodactylus (Hylodes) brocchi, Eleutherodactylus diastema, Gastrotheca coronata, Hyla phaeota e Hylella fleischmanni. Por cierto, en la tesis aparece una lámina con dibujos de dichas especies, en colores, aunque algunos son muy pequeños como para observar bien algunos detalles distintivos o diagnósticos. Al parecer, varios o todos los especímenes fueron dibujados por su amigo J. M. Caballero; según pudo averiguar el colega Jaime García González, se trata del ramonense José Manuel Caballero Gamboa, tío del famoso botánico Rafael Lucas Rodríguez Caballero, quien fuera profesor nuestro en la UCR.

Es pertinente aquí un paréntesis para acotar que, en el campo biológico, cada cierto tiempo hay revisiones y reacomodos taxonómicos, que a veces implican cambios en los nombres científicos de las especies. Por tanto, le consulté acerca de este asunto al experto Federico Bolaños Vives, profesor jubilado de la Universidad de Costa Rica. Por una grata situación o hasta tradición —nótese que no le llamo casualidad—, él es hijo del recordado microbiólogo Róger Bolaños Herrera, fundador del Instituto Clodomiro Picado, y nieto de don Luis Bolaños Elizondo, quien por años fuera ayudante de laboratorio de Clorito.
En realidad, la situación taxonómica de estas especies es compleja. Según Federico, las seis mencionadas por Clorito portan hoy nombres diferentes, los cuales no he incluido aquí, por ser este un artículo divulgativo. Además, se ignora si la especie de Hyla que Wercklé había observado fue la misma Hyla phaeota que Clorito recolectó; asimismo, es posible que esta corresponda hoy a Isthmohyla pseudopuma. Finalmente, Federico me contó que hay dos especies (Isthmohyla picadoi e Isthmohyla zeteki), ambas habitantes de piñuelas durante todo su ciclo de vida. Estas últimas tres especies pertenecieron al género Hyla en otra época.


Las ranitas Isthmohyla picadoi e I. pseudopuma, habitantes de bromelias. Fotos: Wagner Chaves-Acuña.
En cuanto a la primera, que porta el apellido de Clorito, fue descubierta en enero de 1929 en el volcán Barva por el herpetólogo estadounidense Emmett R. Dunn y Manuel Valerio Alvarado, y bautizada por el primero en 1937 en honor a Clorito, a quien tuvo la oportunidad de tratar. Como una curiosidad, al describir la nueva especie y efectuar su bautizo, lo cual hizo en su artículo The amphibian and reptilian fauna of bromeliads in Costa Rica and Panama (Copeia, No. 3) —que Federico me facilitó, gentilmente—, Dunn consignó lo siguiente: “Dedico esta especie a mi amigo el Dr. Picado, en reconocimiento por sus investigaciones acerca de la fauna bromelícola de Costa Rica, y con la esperanza de que en el futuro pueda obtener información sobre sus hábitos reproductivos”. En cuanto a esta dedicatoria, sin duda que es justa, aunque las posibles investigaciones futuras de parte de Clorito no habrían de ocurrir, dado que desde muchos años antes él estaba dedicado a otros quehaceres científicos.
De las piñuelas a la salud pública
Ahora bien, un hecho a destacar es que el mismo año en que obtuvo el doctorado académico en la Universidad de París, Clorito realizó una pasantía o adiestramiento en el Instituto Pasteur y el Instituto de Medicina Colonial de París. Y, tanto lo marcó en su vida profesional, que de súbito dejó a un lado los intereses originales de dedicarse a la biología “pura” o “fundamental”, para incursionar en el campo de la salud pública.
Ello explica que, al retornar a Costa Rica, en 1914, se instalara en el Hospital San Juan de Dios, donde estableció y dio gran proyección al Laboratorio de Análisis Clínicos, a partir de un pequeño laboratorio fundado por el Dr. Carlos Durán Cartín dos años antes. Desde ahí hizo invaluables aportes en las disciplinas de la bacteriología, la hematología, la inmunología, la endocrinología y los sueros antiofídicos, pensando siempre en cómo beneficiar con sus labores científicas a sus conciudadanos.
Establecido para siempre en el país, es de suponer que en más de una ocasión pudo alternar con Wercklé, por quien, de seguro, sentía gratitud y aprecio. Además, incluso debe haberle mostrado su tesis para que la leyera, pues éste era oriundo de la región de Alsacia-Lorena —limítrofe entre Francia y Alemania—, y era francoparlante.
En realidad, no se sabe nada de la relación entre ellos, con excepción del siguiente episodio, narrado por su biógrafo Manuel Picado.
Cuenta éste que una tarde, después de concluir sus labores en el hospital, “al pasar por una cantina de la Avenida Central, un hombre alto, bastante canoso, ya gastado y muy beodo, estaba caído en la acera de la esquina. Unos gamines se burlaban de él, le silbaban y le tiraban de la ropa. Picado, indignado, la emprendió a paraguazos y regañó a los gandules. Llamó luego un coche y alzó al hombre para mandarlo a su casa. Aquel que ahora era víctima de la burla pública e irrespetuosa, era Wercklé, el sabio suizo [alsaciano] que en 1908, cuando Picado iniciaba sus estudios en París, era elogiado por los profesores de la Facultad, por los descubrimientos de la fauna bromelícola en Costa Rica, y que dieron pie e idea a Picado para su trabajo de tesis. Sangrienta burla del destino y magnánimo corazón de quien, habiendo bebido cultura en otro medio donde sí la había, supo sacar de las garras de la ignorancia y el irrespeto nuestros a un antiguo profesor a quien Costa Rica debía muchas cosas”.
En realidad, desde mucho tiempo antes, el alcoholismo había arruinado la vida de Wercklé, e incluso lo llevaría a la tumba, tras un accidente en un parque capitalino. Su biógrafo Luis Diego Gómez Pignataro indica que “sobre su muerte corre la versión de que, muy intoxicado, se sentó en un poyo de lo que hoy es el Parque de España, y que, al resbalar al pavimento se desnucó y murió allí, en despoblado y sin auxilio. Sin embargo, la verdad es otra: el 19 de noviembre ingresó a los salones del Hospital San Juan de Dios, con traumatismos, quizá del accidente del parque, desnutrido y con grave intoxicación alcohólica. Falleció ocho días después, de una cardiopatía”. Esto último consta en su acta de defunción. En efecto, falleció al mediodía del lunes 24 de noviembre de 1924, a la edad de 64 años.
Aunque quizás esperaba un final no muy distinto de este —dados los hábitos de Wercklé—, para Clorito debe haber sido muy doloroso atestiguar cómo se extinguía una vida tan fructífera, que tantos beneficios aportó a la biología del país. Y, para intensificar y agudizar su pena, la víspera, cerca de las dos de la tarde, había fenecido el ya citado Carlos Durán, con 72 años recién cumplidos. Esclarecido patriota, y formado como médico en Inglaterra, al retornar al país había propiciado sustanciales reformas en el sistema de salud pública, además de fungir como diputado, rector que la Universidad de Santo Tomás, e incluso como presidente de la República por seis meses, entre 1889 y 1890, para culminar el inconcluso período del liberal Bernardo Soto Alfaro.
En síntesis, dos crudos pesares, por personas que en Clorito marcaron su vida intelectual y profesional, uno con la ranita arborícola que le abrió las puertas para su doctorado en Francia, y el otro con el laboratorio clínico desde el cual pudo retribuirle al país y a la sociedad todo cuanto había recibido, con sobradas generosidad y calidad científica.
(*) Luko Hilje
(luko@ice.co.cr)
Hace siete meses publiqué un artículo intitulado La ignorada tumba del botánico Carlos Wercklé (Nuestro País, 24-XI-2024), el propio día de la conmemoración del centenario del fallecimiento del botánico alsaciano Carlos Wercklé Deher, acaecido en Costa Rica. Como indiqué en dicho artículo, Wercklé radicó en nuestro país a partir de 1902, y nunca disfrutó de
Hace siete meses publiqué un artículo intitulado La ignorada tumba del botánico Carlos Wercklé (Nuestro País, 24-XI-2024), el propio día de la conmemoración del centenario del fallecimiento del botánico alsaciano Carlos Wercklé Deher, acaecido en Costa Rica.
Como indiqué en dicho artículo, Wercklé radicó en nuestro país a partir de 1902, y nunca disfrutó de un empleo estable. Sin embargo, jamás dejó de explorar nuestras montañas y bosques, lo que le permitió descubrir numerosas especies nuevas para la ciencia, algunas de las cuales portan hoy su apellido, como reconocimiento a tan denodadas labores. Asimismo, gracias a su esclarecida mente, pudo escribir la singular obra La subregión fitogeográfica costarricense —a cuyo significado me referí en mi artículo— que, de manera impensada, lo vincularía con el joven Clorito Picado, nuestro mayor científico de todos los tiempos.
Para empezar, debo aclarar que la mayoría de la información contenida en este artículo proviene del libro Vida y obra del doctor Clodomiro Picado T. (1964), escrito por su pariente, el erudito Manuel Picado Chacón, quien conoció y trató de cerca a Clorito, fallecido en 1944. Asimismo, el presente texto tiene mucho en común con el artículo académico intitulado Clodomiro Picado como zoólogo, aparecido en mayo de este año en la Revista de Ciencias Ambientales (No. 59, 2), de la Universidad Nacional (UNA), aunque en ese hay varias cuestiones muy técnicas que he omitido aquí, por ser este un artículo divulgativo.
Por cierto, tuve la oportunidad de conocer a don Manuel Picado en 1971, aunque apenas de vista. Elegante e impecable en su vestimenta, lo veía todos los lunes, mientras yo esperaba a que empezara la clase de Matemática para Biólogos, en el célebre edificio de aulas de la Universidad de Costa Rica (UCR), adonde él llegaba a impartir lecciones. Ignoro de qué, pues era un genuino humanista y enciclopedista, formado como microbiólogo y economista —¡insólita combinación!—, disciplinas que complementó con las artes de la escritura (ensayista, cuentista y poeta), la pintura, la escultura y la música. Aunque para entonces ya había leído su libro, la poquedad propia de mis 19 años de edad me impidió atreverme a conversar con él, a pesar de que varias veces estuvimos casi a la par, con los codos apoyados en un gran ventanal sin vidrios, apto para esperar a que se desocuparan las muy concurridas aulas.
Un joven prometedor
Cuando el corpulento Wercklé arribó a nuestro país, residía en Cartago un adolescente llamado Clodomiro Picado Twight, quien de por vida sería conocido como Clorito, debido a su pequeña, delgada y frágil contextura. Por entonces con 15 años de edad, este mozalbete cursaba la secundaria en el Colegio San Luis Gonzaga, donde había sorprendido con su inusitada inteligencia a profesores de la talla del químico suizo Gustavo Michaud Monnier y del nacional Juan de Dios Céspedes Gómez; este último, que había estudiado en Alemania, enseñaba ciencias naturales (física, química, geología, mineralogía, botánica y zoología).
Es oportuno indicar que en esos tiempos no era posible obtener el bachillerato en su colegio. Por tanto, después de cursar cinco años ahí, se requería uno más, por lo que Clorito debió matricularse en el Liceo de Costa Rica. Como era de esperar, ahí también descolló, lo que suscitó la admiración de los profesores José Fidel Tristán Fernández y Anastasio Alfaro González, este último otrora director del Museo Nacional; y también del director del Liceo, el connotado intelectual Elías Jiménez Rojas, quien había estudiado en la Universidad de París (La Sorbona), gracias a una beca del gobierno.
Graduado de bachiller en 1906, al año siguiente Clorito retornó a Cartago algo frustrado, pues anhelaba emprender estudios superiores, pero en el país se carecía de un ente de ese nivel, puesto que la Universidad de Santo Tomás había sido clausurada en 1887, el mismo año en que él nació. Fue por ello que se dedicó a trabajar en contabilidad en un negocio local, aunque también fungió como docente en ciencias naturales en el Colegio San Luis Gonzaga, a la vez que en su tiempo libre se dedicaba a recolectar plantas y animales en los bosques de Orosi y otros lugares cercanos, que utilizaba para hacer más ricas y amenas sus lecciones.
Con apenas 20 años de edad a su haber, sus compañeros de labores docentes —otrora profesores suyos— atestiguaron y reafirmaron el inmenso potencial científico del joven, digno de que cursara estudios universitarios en el extranjero. Y fue así cómo, con el concurso de sus mentores del Liceo de Costa Rica, más otras personas influyentes, resultó posible convencer al gobierno del abogado e historiador Cleto González Víquez, para que le otorgara una beca de Estado y pudiera estudiar en el exterior. Aunque la iniciativa topó con varios obstáculos, en octubre de 1908 Clorito partía, nada menos que a La Sorbona, en París.

Tal fue su desempeño en, que un año después, bajo la cálida guía de su mentor Maurice Caullery, Clorito obtenía el Diploma de Estudios Superiores de Zoología, gracias a su tesis Observaciones sobre mimetismo recogidas en Costa Rica.
No obstante, aunque entregado devotamente a sus estudios e investigaciones, Clorito tenía otro tipo de inquietudes, y París era la meca cultural del mundo. Amaba la ópera, la buena literatura y las artes plásticas, por lo que frecuentaba los museos parisinos. En esos días, su colega y amigo polaco David Keilin le presentó a una bella compatriota de origen judío, Ida Volkenheim, con quien Clorito compartió numerosas actividades —en medio de un enamoramiento mutuo, que poco después se desvanecería por razones ajenas a ellos—, incluida una conferencia del célebre filósofo y escritor francés Henri Bergson en La Sorbona. Narra su biógrafo Manuel Picado que, al terminar la conferencia, Ida le hizo ver que uno de “dos hombres bajitos que hablaban ruso y que tenían aspecto de profesores de matemática” era un individuo “que estaba dictando conferencias en París sobre cuestiones socialistas, y que con mucha frecuencia se le veía en el Barrio Latino. Su nombre era Vladimir Ilich Ulianov, que firmaba sus escritos en los periódicos con el nombre Lenin”, quien en 1917 lideraría la revolución soviética.
Una feliz coincidencia
Mientras tanto, en la muy lejana Costa Rica, el alsaciano Wercklé continuaba sus incesantes exploraciones botánicas, que culminarían en la ya citada obra La subregión fitogeográfica costarricense, la cual fue leída por él ante la Sociedad Nacional de Agricultura, en la sesión del 25 de setiembre de 1909. ¡Cosas del destino! Porque, por entonces, nadie habría podido imaginar que lo narrado en un fragmento de ese opúsculo habría de unir las vidas de Clorito y Wercklé en el plano científico.
En efecto, al referirse a las familias de plantas epífitas, es decir, a aquellas que crecen sobre los árboles, Wercklé afirmaba que “la flora epífita es de todos los tipos de vegetación el más interesante; más que las palmas majestuosas y los helechos arbóreos o las formas fastuosas de los Philodendrum gigánteos [mano de tigre, etc.], esta flora revela la energía de la naturaleza tropical, y la gracia y audacia de su fantástico desarrollo formal [morfológico]”.
Y de estas epífitas, de hábitos tan peculiares, Wercklé enfatizaba las bromelias o “piñuelas”, sobre las cuales expresaba lo siguiente: “Muy interesante es la vida de las bromeliáceas. Fijadas por medio de un fascículo de raíces cortas, tenaces como alambres sobre las ramas de los árboles, absorben las sustancias para la asimilación por medio de sus hojas del agua que las baña, y de la que se encuentra depositada en las bolsas que forman sus bases vaginales. En estos tanquecitos se encuentra siempre un precipitado de sustancias orgánicas descompuestas, mientras que el agua perfectamente clara, inodora, tiene otras en solución; además, se encuentran en ellas los pedazos de hojas, hojitas enteras, flores, semillas etc. que han caído adentro y no han tenido tiempo para descomponerse todavía. Notable es que la descomposición de tanta materia orgánica en tan poca agua proceda sin mal olor; aún el agua no tiene sabor desagradable, debido probablemente a la parte que toma la planta en esta descomposición; que no es una pudrición; sin duda los pelos escariosos de la parte vaginal determinan el modo de cambio de las sustancias”.

Y, a continuación, como una curiosidad anotaba que “en estos depósitos viven unos batracios anuros pequeños muy interesantes, que nunca salen de ellos. Una Hyla vive con la mitad posterior del cuerpo submersa [inmersa], sentada entre el limbo de la hoja y su parte vaginal; la mitad del cuerpo que está diariamente debajo del agua tiene otro color que el resto del cuerpo y una piel de diferente aspecto”.
Ahora bien, en los primeros meses de 1910, la hasta entonces alegre, estimulante y promisoria situación de Clorito se vio nublada por dos serios acontecimientos, interconectados.
El primero fue el célebre y muy destructivo terremoto de Cartago, ocurrido el 4 de mayo, como consecuencia del cual murieron unas 700 personas, a la vez que muchas casas y edificaciones se desplomaron, incluido el edificio del muy querido Colegio San Luis Gonzaga. Eso hizo que, junto con otros coterráneos que estudiaban en Francia, Clorito retornara de manera transitoria a Costa Rica, para ver a su familia, afectada por el cataclismo. La otra adversidad fue que el gobierno, a cargo del abogado cartaginés Ricardo Jiménez Oreamuno —había iniciado sus labores el 8 de mayo—, decidió cancelar el programa de becas, debido a la difícil situación económica del país. Para Clorito, esto significaba que los anhelos de continuar estudios en Francia quedarían truncos. Por fortuna, su padre, el profesor de matemática Clodomiro Picado Lara, había alcanzado una curul para la nueva legislatura, y se valió de sus influencias políticas para que le mantuvieran la beca a Clorito, aunque disminuida en su monto.
Una ranita arborícola
Ante este nuevo y positivo panorama, con gran perspicacia, y sabedor de sus inusitadas capacidades intelectuales, Clorito le escribió a su mentor Caullery, y pactó con él para permanecer cerca de un año en Costa Rica, y así recolectar material de campo para su futura tesis. Lo que no sabía era sobre el tema que abordaría. Fue entonces que buscó el consejo de quienes podrían ayudarle a perfilar mejor un tema de investigación que fuera importante y atractivo desde el punto de vista científico.

En sus propias palabras, tomadas del prólogo de su tesis doctoral, él narra lo siguiente: “Cuando en 1910, el Sr. J. F. [José Fidel] Tristán me puso al corriente de los recientes descubrimientos de P. [Philip] Calvert sobre la fauna de las bromeliáceas epífitas y, particularmente, sobre los odonatos bromelícolas, pensé en emprender el estudio de las bromeliáceas como medio biológico. El Sr. Tristán, luego de mucho tiempo, había descubierto una cierta cantidad de especies bromelícolas, y C. [Carlos] Wercklé acababa de publicar una memoria de fitogeografía, en la cual mencionaba una ranita bromelícola del país encontrada por él. Comencé por explorar las bromeliáceas de los alrededores de Cartago; las búsquedas fueron fructuosas, pues la fauna era abundante. Una vez hechas mis colecciones, las pasé a los Sres. Tristán y A. [Anastasio] Alfaro, quienes tuvieron a amabilidad de hacerlas estudiar por algunos especialistas”.
En efecto, entre 1909 y 1910 habían residido en el país los esposos Philip Powell Calvert y Amelia Catherine Smith, para aprovechar un año sabático del primero, quien era especialista en el orden Odonata (libélulas y gallegos). De este esfuerzo resultaría el excelente libro A year of Costa Rican natural history, que permanece sin traducir al español.
Además, es de suponer que fue entonces cuando Clorito buscó y conoció a Wercklé, para que éste le informara acerca de las localidades donde había hallado la curiosa rana que habitaba las bromelias. En palabras de su biógrafo Manuel Picado, Wercklé recolectó en Santiago, pero Clorito dedicó casi un año a visitar varias localidades de Cartago, casi siempre junto con sus entrañables amigos Carlos, Julio y Mario Sancho Jiménez, cuyo padre era el dueño de las fincas El Plantón y La Estrella; cabe acotar que Mario fue un brillante intelectual y diplomático, mientras que Carlos fue una víctima mortal de la oprobiosa dictadura de los hermanos Tinoco.

Y fue así como en marzo de 1911, el brillante y muy afanoso Clorito retornaba a Francia, con un gran cargamento de especímenes e información. Por cierto, en su viaje lo acompañó Mario Sancho —amigo desde la infancia—, quien escribió un bello relato de la travesía, en el cual menciona que llevaba consigo una carta de recomendación para el gran poeta Rubén Darío, suscrita por el célebre abogado y educador cubano Antonio Zambrana Vázquez.
Bajo la orientación de Caullery, a Clorito le tomó unos dos años organizar y analizar esos datos de campo, con los que preparó su tesis de doctorado, que se intitularía Les broméliacées épiphytes considérées comme milieu biologique (Las bromeliáceas epífitas consideradas como medio biológico). Es oportuno indicar que en 1988, gracias a los empeños del recordado y entrañable Dr. Alfonso Trejos Willis —discípulo directo de Clorito—, la Editorial Tecnológica de Costa Rica tradujo la tesis al español y la incluyó en el primero de los siete volúmenes de las Obras completas de Clorito.
Ahora bien, conviene resaltar que, aunque al inicio de sus labores Clorito fue vivamente estimulado por el sorprendente descubrimiento de la rana capturada por Wercklé, sus minuciosos estudios le permitirían detectar que —como sucede a menudo en el mundo de la biología— la situación era mucho más compleja. Y, en cierto modo, era esperable una mayor diversidad de especies de anfibios, pues el medio acuático creado por las piñuelas hace posible que las larvas (renacuajos) puedan completar su desarrollo hasta el estado adulto, además de que hay varios centenares de especies de insectos acuáticos, especialmente dípteros, que les sirven de alimento.
Fue así como Clorito pudo encontrar cinco especies de ranas en las bromelias, más una de salamandras (Spelerpes picadoi); dichas especies fueron identificadas por un experto, el herpetólogo noruego Leonhard H. Stejneger, del Instituto Smithsoniano, en Washington. Las ranas halladas fueron Eleutherodactylus (Hylodes) brocchi, Eleutherodactylus diastema, Gastrotheca coronata, Hyla phaeota e Hylella fleischmanni. Por cierto, en la tesis aparece una lámina con dibujos de dichas especies, en colores, aunque algunos son muy pequeños como para observar bien algunos detalles distintivos o diagnósticos. Al parecer, varios o todos los especímenes fueron dibujados por su amigo J. M. Caballero; según pudo averiguar el colega Jaime García González, se trata del ramonense José Manuel Caballero Gamboa, tío del famoso botánico Rafael Lucas Rodríguez Caballero, quien fuera profesor nuestro en la UCR.

Es pertinente aquí un paréntesis para acotar que, en el campo biológico, cada cierto tiempo hay revisiones y reacomodos taxonómicos, que a veces implican cambios en los nombres científicos de las especies. Por tanto, le consulté acerca de este asunto al experto Federico Bolaños Vives, profesor jubilado de la Universidad de Costa Rica. Por una grata situación o hasta tradición —nótese que no le llamo casualidad—, él es hijo del recordado microbiólogo Róger Bolaños Herrera, fundador del Instituto Clodomiro Picado, y nieto de don Luis Bolaños Elizondo, quien por años fuera ayudante de laboratorio de Clorito.
En realidad, la situación taxonómica de estas especies es compleja. Según Federico, las seis mencionadas por Clorito portan hoy nombres diferentes, los cuales no he incluido aquí, por ser este un artículo divulgativo. Además, se ignora si la especie de Hyla que Wercklé había observado fue la misma Hyla phaeota que Clorito recolectó; asimismo, es posible que esta corresponda hoy a Isthmohyla pseudopuma. Finalmente, Federico me contó que hay dos especies (Isthmohyla picadoi e Isthmohyla zeteki), ambas habitantes de piñuelas durante todo su ciclo de vida. Estas últimas tres especies pertenecieron al género Hyla en otra época.


Las ranitas Isthmohyla picadoi e I. pseudopuma, habitantes de bromelias. Fotos: Wagner Chaves-Acuña.
En cuanto a la primera, que porta el apellido de Clorito, fue descubierta en enero de 1929 en el volcán Barva por el herpetólogo estadounidense Emmett R. Dunn y Manuel Valerio Alvarado, y bautizada por el primero en 1937 en honor a Clorito, a quien tuvo la oportunidad de tratar. Como una curiosidad, al describir la nueva especie y efectuar su bautizo, lo cual hizo en su artículo The amphibian and reptilian fauna of bromeliads in Costa Rica and Panama (Copeia, No. 3) —que Federico me facilitó, gentilmente—, Dunn consignó lo siguiente: “Dedico esta especie a mi amigo el Dr. Picado, en reconocimiento por sus investigaciones acerca de la fauna bromelícola de Costa Rica, y con la esperanza de que en el futuro pueda obtener información sobre sus hábitos reproductivos”. En cuanto a esta dedicatoria, sin duda que es justa, aunque las posibles investigaciones futuras de parte de Clorito no habrían de ocurrir, dado que desde muchos años antes él estaba dedicado a otros quehaceres científicos.
De las piñuelas a la salud pública
Ahora bien, un hecho a destacar es que el mismo año en que obtuvo el doctorado académico en la Universidad de París, Clorito realizó una pasantía o adiestramiento en el Instituto Pasteur y el Instituto de Medicina Colonial de París. Y, tanto lo marcó en su vida profesional, que de súbito dejó a un lado los intereses originales de dedicarse a la biología “pura” o “fundamental”, para incursionar en el campo de la salud pública.
Ello explica que, al retornar a Costa Rica, en 1914, se instalara en el Hospital San Juan de Dios, donde estableció y dio gran proyección al Laboratorio de Análisis Clínicos, a partir de un pequeño laboratorio fundado por el Dr. Carlos Durán Cartín dos años antes. Desde ahí hizo invaluables aportes en las disciplinas de la bacteriología, la hematología, la inmunología, la endocrinología y los sueros antiofídicos, pensando siempre en cómo beneficiar con sus labores científicas a sus conciudadanos.
Establecido para siempre en el país, es de suponer que en más de una ocasión pudo alternar con Wercklé, por quien, de seguro, sentía gratitud y aprecio. Además, incluso debe haberle mostrado su tesis para que la leyera, pues éste era oriundo de la región de Alsacia-Lorena —limítrofe entre Francia y Alemania—, y era francoparlante.
En realidad, no se sabe nada de la relación entre ellos, con excepción del siguiente episodio, narrado por su biógrafo Manuel Picado.
Cuenta éste que una tarde, después de concluir sus labores en el hospital, “al pasar por una cantina de la Avenida Central, un hombre alto, bastante canoso, ya gastado y muy beodo, estaba caído en la acera de la esquina. Unos gamines se burlaban de él, le silbaban y le tiraban de la ropa. Picado, indignado, la emprendió a paraguazos y regañó a los gandules. Llamó luego un coche y alzó al hombre para mandarlo a su casa. Aquel que ahora era víctima de la burla pública e irrespetuosa, era Wercklé, el sabio suizo [alsaciano] que en 1908, cuando Picado iniciaba sus estudios en París, era elogiado por los profesores de la Facultad, por los descubrimientos de la fauna bromelícola en Costa Rica, y que dieron pie e idea a Picado para su trabajo de tesis. Sangrienta burla del destino y magnánimo corazón de quien, habiendo bebido cultura en otro medio donde sí la había, supo sacar de las garras de la ignorancia y el irrespeto nuestros a un antiguo profesor a quien Costa Rica debía muchas cosas”.
En realidad, desde mucho tiempo antes, el alcoholismo había arruinado la vida de Wercklé, e incluso lo llevaría a la tumba, tras un accidente en un parque capitalino. Su biógrafo Luis Diego Gómez Pignataro indica que “sobre su muerte corre la versión de que, muy intoxicado, se sentó en un poyo de lo que hoy es el Parque de España, y que, al resbalar al pavimento se desnucó y murió allí, en despoblado y sin auxilio. Sin embargo, la verdad es otra: el 19 de noviembre ingresó a los salones del Hospital San Juan de Dios, con traumatismos, quizá del accidente del parque, desnutrido y con grave intoxicación alcohólica. Falleció ocho días después, de una cardiopatía”. Esto último consta en su acta de defunción. En efecto, falleció al mediodía del lunes 24 de noviembre de 1924, a la edad de 64 años.
Aunque quizás esperaba un final no muy distinto de este —dados los hábitos de Wercklé—, para Clorito debe haber sido muy doloroso atestiguar cómo se extinguía una vida tan fructífera, que tantos beneficios aportó a la biología del país. Y, para intensificar y agudizar su pena, la víspera, cerca de las dos de la tarde, había fenecido el ya citado Carlos Durán, con 72 años recién cumplidos. Esclarecido patriota, y formado como médico en Inglaterra, al retornar al país había propiciado sustanciales reformas en el sistema de salud pública, además de fungir como diputado, rector que la Universidad de Santo Tomás, e incluso como presidente de la República por seis meses, entre 1889 y 1890, para culminar el inconcluso período del liberal Bernardo Soto Alfaro.
En síntesis, dos crudos pesares, por personas que en Clorito marcaron su vida intelectual y profesional, uno con la ranita arborícola que le abrió las puertas para su doctorado en Francia, y el otro con el laboratorio clínico desde el cual pudo retribuirle al país y a la sociedad todo cuanto había recibido, con sobradas generosidad y calidad científica.
(*) Luko Hilje
(luko@ice.co.cr)
Opinión – Diario Digital Nuestro País