El eterno reciclaje del odio: Del antisemitismo medieval al antisionismo moderno
La historia nunca se repite de manera idéntica, pero sí a veces parece rimar. Lo que presenciamos hoy bajo el disfraz del “antisionismo” no es un fenómeno nuevo. Tampoco es humanista ni progresista. Es simplemente la última mutación de un odio tan antiguo como la diáspora judía. A lo largo de los siglos, los motivos han cambiado, pero la fijación obsesiva sobre el judío —y ahora sobre el Estado judío— permanece constante. Ayer era la religión, luego fue la economía, más tarde la raza, y hoy es la política.
No se engañen: lo que se esconde detrás de ese discurso disfrazado de derechos humanos y justicia social es un reciclaje moderno del viejo antisemitismo. Lo vemos cuando las reglas universales se suspenden si la víctima es judía. Lo vemos cuando se practica el humanismo selectivo y se olvidan prácticamente todas las demás causas. Creen en defender a las mujeres —salvo que sean judías. Creen en denunciar violaciones —excepto si las víctimas son israelíes. Condenan la toma de rehenes —a menos que los rehenes sean judíos. Exigen solidaridad con los pueblos ocupados —excepto cuando se trata del pueblo judío retornando a su tierra ancestral.
Este patrón no es accidental. Se alimenta del mismo resentimiento que movilizó las revoluciones fallidas del siglo XX. El marxismo clásico canalizó la frustración de los que no lograban prosperar, apuntando contra el “capital” y “los burgueses”. Hoy, ese mismo resentimiento se canaliza contra Israel y los judíos. No es un movimiento que construye, sino que destruye; no pretende justicia, sino nivelar por lo bajo; no quiere mejorar el mundo, quiere hundir a aquellos que, a pesar de todo, lograron levantarse.
Israel representa para muchos un escándalo moral: un proyecto anticolonialista que tomo la historia nacional del pueblo judío y que triunfó. El sionismo ya triunfo en 1948. Un pueblo perseguido que venció y logro su estado. Por cierto, mismo estado que los palestinos rechazaron en la partición. Un país diminuto rodeado de hostilidad que prosperó. Es un caso atípico que los ideólogos de las luchas de clases no pueden comprender ni aceptar. ¿Cómo es posible que una vieja nación de la Biblia logre reunificar a su pueblo, y rápidamente convertirse en potencia tecnológica, científica y militar en menos de un siglo?
Ser antisionista solamente se justificaría si una persona esta en contra de cualquier movimiento nacional, en cualquier región del mundo y para cualquier etnia. Existe una adjetivo para calificar los que están solamente en contra de un movimiento nacional, y que este sea el movimiento nacional judío, el sionismo.
La respuesta no encaja en los dogmas universitarios donde se enseña que el éxito siempre es fruto de explotación o privilegio. Les incomoda aceptar que los judíos, y ahora los israelíes —con siglos de expulsiones, pogromos y exterminios— hayan emergido como uno de los líderes mundiales en ciencia, economía, cultura y conocimiento.
Preferirán siempre pensar que es el resultado de alguna trampa en el sistema, del “lobbying”, de la “ayuda extranjera”, de los “asentamientos ilegales”, de la “ocupación”, de los “illuminati” o de cualquier otro pretexto que los libere de aceptar una verdad simple: el éxito judío y sionista es mérito, no manipulación. Es el resultado de una estrategia para construir y aportar. No para aterrorizar y destruir.
Y este fenómeno no es ajeno a Costa Rica. Según estudios recientes de la Liga Antidifamación (ADL), el antisemitismo se ha incrementado en nuestro país de manera preocupante. La narrativa antisionista, lejos de proponer soluciones reales, ha mutado hacia un lenguaje de odio disfrazado de causa justa o de humanismo. A pesar de la triste y compleja situación de la guerra en Gaza, los grupos pro-palestinos locales e internacionales no presentan propuestas viables para la prosperidad o el bienestar del pueblo palestino. Sus banderas no son las de la educación, el desarrollo económico o la construcción de paz; mucho menos hacen llamados para la liberación de los rehenes, que daría por terminada el motivo de esta triste guerra. Sus banderas buscan destruir cualquier propuesta que promueva diálogo, progreso o cooperación. Incluyendo obstaculizar el tratado de libre comercio entre Costa Rica e Israel. Se enfocan más en atacar modelos exitosos de valor agregado que en edificar alternativas reales para los suyos. La pregunta es inevitable: ¿realmente les importa el pueblo palestino o simplemente encontraron una excusa moderna para reciclar odios antiguos? Porque si el socio comercial principal de la Autoridad Palestina es Israel, porque si todos los países árabes moderados siguen comerciando con Israel, ese mismo razonamiento no sirve para Costa Rica?
Esta fijación y a veces odio moderno tiene, además, un trasfondo existencial. Israel pone frente al espejo a individuos y a sociedades enteras que han fracasado. Si Israel —tan pequeño, tan perseguido, tan dividido internamente y sin recursos naturales — logró renacer del desierto, construir y liderar, entonces ¿cuál es la excusa del resto del mundo? ¿Sera que el propósito de ser luz entre las naciones, como lo proclama su historia milenaria, sí tiene un propósito trascendente? ¿Y si su éxito, su resiliencia y su centralidad en el mundo moderno son pruebas de que aportar positivamente es la manera de conseguir bienestar para los suyos?
Aceptar que la dialéctica y cultivo de odios no funcionan sería un terremoto ideológico para la izquierda dogmática y resentida. Se desmoronarían los dioses del marxismo, del socialismo extremo y del relativismo moral. El resentimiento contra Israel no es racional, es visceral. No es político, es existencial. Israel es la prueba viva de que la historia puede tener un propósito, de que el esfuerzo y la identidad importan, de que la excelencia merece reconocimiento.
Por eso, el antisemitismo muta, se recicla, pero nunca muere. Porque no se trata solo de judíos o de Israel. Se trata de la incomodidad que se provoca en los que viven atrapados en su resentimiento. Es incomodo verse en el espejo que les recuerda que no son víctimas eternas, sino arquitectos de su propio destino. Y esa, es una verdad que ni mil campañas de odio podrán borrar.
El eterno reciclaje del odio: Del antisemitismo medieval al antisionismo moderno
La historia nunca se repite de manera idéntica, pero sí a veces parece rimar. Lo que presenciamos hoy bajo el disfraz del “antisionismo” no es un fenómeno nuevo. Tampoco es humanista ni progresista. Es simplemente la última mutación de un odio tan antiguo como la diáspora judía. A lo largo de los siglos, los motivos
Redacción
El Mundo CR
El eterno reciclaje del odio: Del antisemitismo medieval al antisionismo moderno
La historia nunca se repite de manera idéntica, pero sí a veces parece rimar. Lo que presenciamos hoy bajo el disfraz del “antisionismo” no es un fenómeno nuevo. Tampoco es humanista ni progresista. Es simplemente la última mutación de un odio tan antiguo como la diáspora judía. A lo largo de los siglos, los motivos han cambiado, pero la fijación obsesiva sobre el judío —y ahora sobre el Estado judío— permanece constante. Ayer era la religión, luego fue la economía, más tarde la raza, y hoy es la política.
No se engañen: lo que se esconde detrás de ese discurso disfrazado de derechos humanos y justicia social es un reciclaje moderno del viejo antisemitismo. Lo vemos cuando las reglas universales se suspenden si la víctima es judía. Lo vemos cuando se practica el humanismo selectivo y se olvidan prácticamente todas las demás causas. Creen en defender a las mujeres —salvo que sean judías. Creen en denunciar violaciones —excepto si las víctimas son israelíes. Condenan la toma de rehenes —a menos que los rehenes sean judíos. Exigen solidaridad con los pueblos ocupados —excepto cuando se trata del pueblo judío retornando a su tierra ancestral.
Este patrón no es accidental. Se alimenta del mismo resentimiento que movilizó las revoluciones fallidas del siglo XX. El marxismo clásico canalizó la frustración de los que no lograban prosperar, apuntando contra el “capital” y “los burgueses”. Hoy, ese mismo resentimiento se canaliza contra Israel y los judíos. No es un movimiento que construye, sino que destruye; no pretende justicia, sino nivelar por lo bajo; no quiere mejorar el mundo, quiere hundir a aquellos que, a pesar de todo, lograron levantarse.
Israel representa para muchos un escándalo moral: un proyecto anticolonialista que tomo la historia nacional del pueblo judío y que triunfó. El sionismo ya triunfo en 1948. Un pueblo perseguido que venció y logro su estado. Por cierto, mismo estado que los palestinos rechazaron en la partición. Un país diminuto rodeado de hostilidad que prosperó. Es un caso atípico que los ideólogos de las luchas de clases no pueden comprender ni aceptar. ¿Cómo es posible que una vieja nación de la Biblia logre reunificar a su pueblo, y rápidamente convertirse en potencia tecnológica, científica y militar en menos de un siglo?
Ser antisionista solamente se justificaría si una persona esta en contra de cualquier movimiento nacional, en cualquier región del mundo y para cualquier etnia. Existe una adjetivo para calificar los que están solamente en contra de un movimiento nacional, y que este sea el movimiento nacional judío, el sionismo.
La respuesta no encaja en los dogmas universitarios donde se enseña que el éxito siempre es fruto de explotación o privilegio. Les incomoda aceptar que los judíos, y ahora los israelíes —con siglos de expulsiones, pogromos y exterminios— hayan emergido como uno de los líderes mundiales en ciencia, economía, cultura y conocimiento.
Preferirán siempre pensar que es el resultado de alguna trampa en el sistema, del “lobbying”, de la “ayuda extranjera”, de los “asentamientos ilegales”, de la “ocupación”, de los “illuminati” o de cualquier otro pretexto que los libere de aceptar una verdad simple: el éxito judío y sionista es mérito, no manipulación. Es el resultado de una estrategia para construir y aportar. No para aterrorizar y destruir.
Y este fenómeno no es ajeno a Costa Rica. Según estudios recientes de la Liga Antidifamación (ADL), el antisemitismo se ha incrementado en nuestro país de manera preocupante. La narrativa antisionista, lejos de proponer soluciones reales, ha mutado hacia un lenguaje de odio disfrazado de causa justa o de humanismo. A pesar de la triste y compleja situación de la guerra en Gaza, los grupos pro-palestinos locales e internacionales no presentan propuestas viables para la prosperidad o el bienestar del pueblo palestino. Sus banderas no son las de la educación, el desarrollo económico o la construcción de paz; mucho menos hacen llamados para la liberación de los rehenes, que daría por terminada el motivo de esta triste guerra. Sus banderas buscan destruir cualquier propuesta que promueva diálogo, progreso o cooperación. Incluyendo obstaculizar el tratado de libre comercio entre Costa Rica e Israel. Se enfocan más en atacar modelos exitosos de valor agregado que en edificar alternativas reales para los suyos. La pregunta es inevitable: ¿realmente les importa el pueblo palestino o simplemente encontraron una excusa moderna para reciclar odios antiguos? Porque si el socio comercial principal de la Autoridad Palestina es Israel, porque si todos los países árabes moderados siguen comerciando con Israel, ese mismo razonamiento no sirve para Costa Rica?
Esta fijación y a veces odio moderno tiene, además, un trasfondo existencial. Israel pone frente al espejo a individuos y a sociedades enteras que han fracasado. Si Israel —tan pequeño, tan perseguido, tan dividido internamente y sin recursos naturales — logró renacer del desierto, construir y liderar, entonces ¿cuál es la excusa del resto del mundo? ¿Sera que el propósito de ser luz entre las naciones, como lo proclama su historia milenaria, sí tiene un propósito trascendente? ¿Y si su éxito, su resiliencia y su centralidad en el mundo moderno son pruebas de que aportar positivamente es la manera de conseguir bienestar para los suyos?
Aceptar que la dialéctica y cultivo de odios no funcionan sería un terremoto ideológico para la izquierda dogmática y resentida. Se desmoronarían los dioses del marxismo, del socialismo extremo y del relativismo moral. El resentimiento contra Israel no es racional, es visceral. No es político, es existencial. Israel es la prueba viva de que la historia puede tener un propósito, de que el esfuerzo y la identidad importan, de que la excelencia merece reconocimiento.
Por eso, el antisemitismo muta, se recicla, pero nunca muere. Porque no se trata solo de judíos o de Israel. Se trata de la incomodidad que se provoca en los que viven atrapados en su resentimiento. Es incomodo verse en el espejo que les recuerda que no son víctimas eternas, sino arquitectos de su propio destino. Y esa, es una verdad que ni mil campañas de odio podrán borrar.
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