<p>En el colegio nos sentaban en la penumbra del oratorio y nos exhortaban a hablar con Dios. Nos dejaban con las palabras del sacerdote dando vueltas dentro del cráneo como en un salvapantallas noventero, chocando en la viscosidad contra los indicios olfativos que conducían a pensar que en el comedor, diez metros más allá, a las niñas cuyas madres se negaban a cocinar de madrugada les esperaba un segundo plato de merluza a la plancha. <strong>Aquel silencio nunca se rompió. Jamás, gracias a Dios, oí nada</strong>. Si en la oscuridad hubiera escuchado una voz responder a mis preguntas y quejas desde el otro lado de mi entrecejo, habría acabado maniatada en Urgencias psiquiátricas.</p>
«[Chat GPT] dota a cada mindundi de un vasallito jorobado cuya misión es nutrir su dependencia con susurros. Ja, ja, ja, sí, sí, sí, tía, no te rayes, priorízate, no seas tonta, tú vales más».
En el colegio nos sentaban en la penumbra del oratorio y nos exhortaban a hablar con Dios. Nos dejaban con las palabras del sacerdote dando vueltas dentro del cráneo como en un salvapantallas noventero, chocando en la viscosidad contra los indicios olfativos que conducían a pensar que en el comedor, diez metros más allá, a las niñas cuyas madres se negaban a cocinar de madrugada les esperaba un segundo plato de merluza a la plancha. Aquel silencio nunca se rompió. Jamás, gracias a Dios, oí nada. Si en la oscuridad hubiera escuchado una voz responder a mis preguntas y quejas desde el otro lado de mi entrecejo, habría acabado maniatada en Urgencias psiquiátricas.
La de los padres, a aquellas alturas, no resultaba satisfactoria. Con su falibilidad descubierta, pillados in fraganti en el pecado de su propia humanidad, se empezaba a intuir que a los aparejadores del mundo todos queríamos ponerles reclamaciones. Alguien debía continuar con la tarea de señalar qué era lo bueno y dónde se escondía lo malo, qué estaba limpio y qué era sucio, caca, eso no, cómo se miraba lo bello y se desdeñaba lo feo, si lo estábamos haciendo bien o si, en el fondo, no éramos más flojos que la chaqueta de un guardia. Empezábamos a perseguir alguna señal que nos liberara de la temible posibilidad de que todo solo estuviera en nuestra cabeza.
Para practicar la huida de las fronteras de uno mismo, los pulgares están ya musculados. A la voz de la omnisciencia se accede por 20 euros al mes. A cambio de una amnesia que se renueva con cada consulta, el esbirrillo de bolsillo contesta incluso si uno no paga. Responde con la satisfacción que da a su usuario el espejismo de la sabiduría. En este tecnosolipsismo nuestro, hace de terapeuta enrollado y pelota. Dota a cada mindundi de un vasallito jorobado cuya misión es nutrir su dependencia con susurros. Ja, ja, ja, sí, sí, sí, tía, no te rayes, priorízate, tú vales más. Tras el examen, el sacerdote procuraba mantener en peso el ego del confesor. Cuando no se emplea para abreviar tareas automatizables, Chat GPT, doctorado en el arte de lamerle la conciencia a su interlocutor, inflama sus aires mesiánicos e invierte la fórmula cristiana, o sea, occidental: crea un dios a su imagen y semejanza. En su empeño en demostrar adoración, le niega la posibilidad del error. Lo deifica. Lo debilita.
La voz divina no suena en el silencio y la de Chat GPT lo pierde todo entre babas. San Agustín de Hipona: «No se accede a la verdad sino a través del amor». Por ahora, el amor ordenado y la verdad, o sea, la voz de Dios, la tenemos solo en los otros.
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