<p>El desasosiego, como la inquietud, no es una cuestión menor. Tampoco, en sentido estricto, mayor. Pero no conviene pasarla por alto por la sencilla razón que está ahí. Lo está, y eso es lo preocupante siempre. Pase lo que pase, a poco que uno se despista se le viene a la mente una cita de Pessoa y ya no hay remedio. «Despierto para saber que existo», decía el portugués, y no queda otra que desasosegarse. O inquietarse, incluso. Con el cine del único cineasta español al que siempre hay que citar con nombre y apellido, Fernando Franco, pasa algo parecido. Uno entra en sus películas sin pensar nada más que en sus cosas. <strong>Y ahí que ve, como sucede en </strong><i><strong>Subsuelo </strong></i><strong>recién presentada en la Seminci de Valladolid, a tres adolescentes charlando amigablemente (dos de ellos, amorosamente) al borde de una piscina.</strong> Pasa el tiempo, la cámara sigue a los cuerpos sin cambiar de plano y algo empieza a oler a frío (sí, frío), como si se nublara, aunque es de noche y no parece que haya ninguna nube. Es verano. Y sigue el plano y con él, la secuencia. Y sigue. Se montan en el coche porque se ha acabado el hielo. Y sigue. Y más frío en el ambiente. Hasta que, de repente, un accidente lo rompe todo. En sentido literal. También se rompe el majestuoso y perfecto plano-secuencia. Y es entonces, cuando ese frío del que hablábamos se transforma en vaho y se convierte en un gélido desasosiego que, en efecto, también es inquietud. El párrafo llega hasta aquí. También él se acaba de romper.</p>
El director de La herida presenta en Valladolid su película más madura y más provocadoramente turbia a vueltas con las mentiras y secretos familiares
El desasosiego, como la inquietud, no es una cuestión menor. Tampoco, en sentido estricto, mayor. Pero no conviene pasarla por alto por la sencilla razón que está ahí. Lo está, y eso es lo preocupante siempre. Pase lo que pase, a poco que uno se despista se le viene a la mente una cita de Pessoa y ya no hay remedio. «Despierto para saber que existo», decía el portugués, y no queda otra que desasosegarse. O inquietarse, incluso. Con el cine del único cineasta español al que siempre hay que citar con nombre y apellido, Fernando Franco, pasa algo parecido. Uno entra en sus películas sin pensar nada más que en sus cosas. Y ahí que ve, como sucede en Subsuelo recién presentada en la Seminci de Valladolid, a tres adolescentes charlando amigablemente (dos de ellos, amorosamente) al borde de una piscina. Pasa el tiempo, la cámara sigue a los cuerpos sin cambiar de plano y algo empieza a oler a frío (sí, frío), como si se nublara, aunque es de noche y no parece que haya ninguna nube. Es verano. Y sigue el plano y con él, la secuencia. Y sigue. Se montan en el coche porque se ha acabado el hielo. Y sigue. Y más frío en el ambiente. Hasta que, de repente, un accidente lo rompe todo. En sentido literal. También se rompe el majestuoso y perfecto plano-secuencia. Y es entonces, cuando ese frío del que hablábamos se transforma en vaho y se convierte en un gélido desasosiego que, en efecto, también es inquietud. El párrafo llega hasta aquí. También él se acaba de romper.
Subsuelo adapta la novela del argentino Marcelo Luján. Nunca antes el director se había hecho cargo de un relato ajeno. Tanto La herida como Morir y La consagración de la primavera, sus trabajos anteriores, se sustentaban sobre historias propias y un libro de estilo bastante reconocible: la cámara, siempre detrás de los personajes y siempre más pendiente del ritmo de los cuerpos que de los azares de la fabulación. El cine que surge de estas reglas es un cine vivo, conflictivo y pegado a la retina del espectador. Ahora todo cambia para que todo siga igual. Reconoce el director que ha hecho concesiones, que ha utilizado cosas como grúas y travellings, y hasta, por fin, ha dado uso a una rara herramienta llamada trípode. Y todo ello sin mentar el sabio empleo de las pantallas de los teléfonos móviles para fracturar la realidad, para convertirla en una cueva amenazante que brilla con cada wasap. Es decir, cambian los modos, pero la turbación sigue ahí.
Se cuenta la historia de una familia enfrentada a una mentira que, como todas ellas, lleva a otra y a otra y a otra… Y así hasta que ya no hay manera de distinguir lo cierto de lo monstruoso. Los personajes que interpretan Julia Martínez y Diego Garisa son dos hermanos mellizos involucrados en el accidente de antes. A consecuencia del fatal siniestro muere el que parecía novio de la primera. Pero algo no cuadra y eso que no acaba de encajar sirve para que unos sometan y chantajeen a otros, los otros engañen a unos terceros y los terceros sufran en el más profundo de los extravíos la sensación de no entender nada. Hay algo en todo esto de incestuoso, algo de tabú que se quiebra, algo de descomunal desasosiego. «Considero la vida un apeadero donde tengo que esperar hasta que llegue la diligencia del abismo». Se nos acaba de escapar otra frase de Pessoa.
Si el párrafo anterior resulta confuso es simplemente porque tiene que serlo, porque la vida es confusa y los espóilers muy molestos. Pero lo relevante es que Franco, de nombre Fernando (a punto estuvieron los padres de desgraciar al chaval), se las arregla para confeccionar un prodigio tan turbador como desasosegante de ésos que ya no se llevan, pero que son los que de verdad importan. Sí, vivimos un tiempo en el que exigimos al cine y a todo que nos consuele, que nos tranquilice y hasta que nos haga sentir más listos y mejores. Y por ello se prefiere una película de monjas felices que de familias torturadas. Y no es ni justo ni, apurando, sensato. Al fin y al cabo, el arte en general y el cine en particular tienen sentido siempre y cuando nos desafíe y nos haga mirar allí donde generalmente ni miramos ni queremos hacerlo.
El resultado es una película tensa hasta el límite mismo de lo asumible, febril, profunda y esclarecedora en su más ferviente oscuridad. Era otra vez Pessoa el que decía que su errada vida (como la de todos) lloraba en cada gota de lluvia. Y añadía: «Hay algo en mi desasosiego en ese gota a gota, en ese llover y llover con que la tristeza del día se descompone inútilmente sobre la tierra». Ya habíamos dicho que el desasosiego es así. Grande o pequeño, nunca se va. Y para demostrarlo, una película tan deslumbrantemente desasosegada y desasosegante como, en efecto, Subsuelo.
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