Hace mucho tiempo que desaparecieron los hombres honrados de los poderes del Estado.
Un hombre honrado es uno que no roba, no participa en peculados, no se enriquece a costa de los dineros del Estado, no utiliza su cargo en alguna organización pública para beneficiarse a sí mismo o a sus compinches de pillerías, no tiene sobre sí sospechas ni la degradación ética de lavar dinero a través de cualesquiera de los negocios que se presten para ello, como aquellos que mueven ingentes sumas de dinero como los bancos y las cadenas de supermercados. Un hombre honrado es aquel que vive de su trabajo y no explota ni maltrata a nadie.
La historia nos demuestra que a estos hombres los presionan, los retienen ilegalmente y tratan de intimidarlos.
Hace mucho tiempo que desaparecieron los hombres honrados de todo periodismo.
Porque todo periodismo debe ser investigativo por definición y tener conciencia de que la Ética no es una condición ocasional sino que debe acompañar siempre al periodismo como zumbido de moscardón, y tener la valentía de señalar a aquellos que merecen ser castigados por sus actos delictivos, tanto en el ejercicio de las funciones del Estado, como en las empresas privadas avariciosas que, como en este país, tienen márgenes de ganancia del doscientos por ciento o más.
La historia nos demuestra que a los periodistas que cumplen con su misión profesional con ética, los presionan, los retienen ilegalmente y tratan de intimidarlos.
A lo que estamos acostumbrados desde hace ya bastante tiempo es a la mentira, la demagogia, la doble moral, la deformación de la información, a la calumnia, a las medias verdades y a las posturas de retaliación cuando a alguien le tocan su campo de poder e influencia en los partidos políticos y las organizaciones estatales. Se ha constituido en una cultura que, precisamente en los últimos años, constituye la forma predominante que adopta el funcionamiento económico, político, social, mediático e ideológico, sobre todo en aquellos grupos que ocupan posiciones en donde se toman decisiones importantes para el funcionamiento del país.
Por ejemplo, en las falsas democracias a que estamos acostumbrados, los ejercicios electorales pasan a ser una suerte de gimnasia mediática, las candidaturas están sustentadas sólo por el dinero y la publicidad que se puede comprar con él, incluso algunas veces las leyes electorales cercenan los derechos políticos de los ciudadanos. El secretismo y la desinformación pasan a ser cotidianos y las protestas sociales son reprimidas y criminalizadas política, mediática y judicialmente.
Señala Julio Manduley (Centro de Estudios Estratégicos, Panamá) que el Estado deviene en mafia y pone a la sociedad en un virtual estado de excepción… donde el ciudadano de a pié parece no tener posibilidad alguna de defensa y se ve obligado a convivir y pactar con ella.
Estamos en tiempos de retórica fácil, de imperio del espectáculo, de discursos vacíos que toman cuerpo gracias a la iluminación, a la escenografía diseñada por expertos en márquetin y en audiencias. Son tiempos, es verdad, de audiencias, no de masas ni de individuos, como señala Paco Gómez Nadal (Dos años de Locura). El denominado sistema político democrático occidental, que debería llamarse liberal capitalista, ha involucionado desde aquella precaria democracia de la élites, marcada por el papel periódico y el acceso a la lectura y a los medios de producción; pasando por la democracia de las masas, dominada por el cine propaganda y la radio; hasta llegar a la democracia de las audiencias (o los públicos), hija única de la televisión. (Gómez Nadal) Y nuestros políticos lo saben y se aprovechan de ello para engatusar a los pueblos.
Pero hay algo peor: como resultado del bombardeo dominante en los medios, que cargan sus odios contra los políticos y la clase gobernante, aunado a la imposibilidad de entender nuestro momento desbordado por cifras y discursos, se nos obliga a odiar al político de turno y no entender que detrás de él se esconde el poder real.
En una maraña de semejante catadura no es difícil entender la desaparición de la honradez, la integridad intelectual, y la ética como principio básico del accionar público.
(*) Alfonso J. Palacios Echeverría
Hace mucho tiempo que desaparecieron los hombres honrados de los poderes del Estado. Un hombre honrado es uno que no roba, no participa en peculados, no se enriquece a costa de los dineros del Estado, no utiliza su cargo en alguna organización pública para beneficiarse a sí mismo o a sus compinches de pillerías, no
Hace mucho tiempo que desaparecieron los hombres honrados de los poderes del Estado.
Un hombre honrado es uno que no roba, no participa en peculados, no se enriquece a costa de los dineros del Estado, no utiliza su cargo en alguna organización pública para beneficiarse a sí mismo o a sus compinches de pillerías, no tiene sobre sí sospechas ni la degradación ética de lavar dinero a través de cualesquiera de los negocios que se presten para ello, como aquellos que mueven ingentes sumas de dinero como los bancos y las cadenas de supermercados. Un hombre honrado es aquel que vive de su trabajo y no explota ni maltrata a nadie.
La historia nos demuestra que a estos hombres los presionan, los retienen ilegalmente y tratan de intimidarlos.
Hace mucho tiempo que desaparecieron los hombres honrados de todo periodismo.
Porque todo periodismo debe ser investigativo por definición y tener conciencia de que la Ética no es una condición ocasional sino que debe acompañar siempre al periodismo como zumbido de moscardón, y tener la valentía de señalar a aquellos que merecen ser castigados por sus actos delictivos, tanto en el ejercicio de las funciones del Estado, como en las empresas privadas avariciosas que, como en este país, tienen márgenes de ganancia del doscientos por ciento o más.
La historia nos demuestra que a los periodistas que cumplen con su misión profesional con ética, los presionan, los retienen ilegalmente y tratan de intimidarlos.
A lo que estamos acostumbrados desde hace ya bastante tiempo es a la mentira, la demagogia, la doble moral, la deformación de la información, a la calumnia, a las medias verdades y a las posturas de retaliación cuando a alguien le tocan su campo de poder e influencia en los partidos políticos y las organizaciones estatales. Se ha constituido en una cultura que, precisamente en los últimos años, constituye la forma predominante que adopta el funcionamiento económico, político, social, mediático e ideológico, sobre todo en aquellos grupos que ocupan posiciones en donde se toman decisiones importantes para el funcionamiento del país.
Por ejemplo, en las falsas democracias a que estamos acostumbrados, los ejercicios electorales pasan a ser una suerte de gimnasia mediática, las candidaturas están sustentadas sólo por el dinero y la publicidad que se puede comprar con él, incluso algunas veces las leyes electorales cercenan los derechos políticos de los ciudadanos. El secretismo y la desinformación pasan a ser cotidianos y las protestas sociales son reprimidas y criminalizadas política, mediática y judicialmente.
Señala Julio Manduley (Centro de Estudios Estratégicos, Panamá) que el Estado deviene en mafia y pone a la sociedad en un virtual estado de excepción… donde el ciudadano de a pié parece no tener posibilidad alguna de defensa y se ve obligado a convivir y pactar con ella.
Estamos en tiempos de retórica fácil, de imperio del espectáculo, de discursos vacíos que toman cuerpo gracias a la iluminación, a la escenografía diseñada por expertos en márquetin y en audiencias. Son tiempos, es verdad, de audiencias, no de masas ni de individuos, como señala Paco Gómez Nadal (Dos años de Locura). El denominado sistema político democrático occidental, que debería llamarse liberal capitalista, ha involucionado desde aquella precaria democracia de la élites, marcada por el papel periódico y el acceso a la lectura y a los medios de producción; pasando por la democracia de las masas, dominada por el cine propaganda y la radio; hasta llegar a la democracia de las audiencias (o los públicos), hija única de la televisión. (Gómez Nadal) Y nuestros políticos lo saben y se aprovechan de ello para engatusar a los pueblos.
Pero hay algo peor: como resultado del bombardeo dominante en los medios, que cargan sus odios contra los políticos y la clase gobernante, aunado a la imposibilidad de entender nuestro momento desbordado por cifras y discursos, se nos obliga a odiar al político de turno y no entender que detrás de él se esconde el poder real.
En una maraña de semejante catadura no es difícil entender la desaparición de la honradez, la integridad intelectual, y la ética como principio básico del accionar público.
(*) Alfonso J. Palacios Echeverría
Opinión – Diario Digital Nuestro País