<p>Las dos últimas campañas de Navidad de Coca-Cola han sido <strong>especialmente horrorosas</strong>. Si los anuncios de este refresco siempre han querido invocar el subidón del primer trago, estas campañas navideñas son el <strong>culín desbravado </strong>de una lata abierta que acabamos de encontrar encima de una estantería. Todas las imágenes son demasiado familiares, no hay consistencia visual entre ellas (pasamos de unos pingüinos fotorrealistas inexpresivos a un oso con sonrisa de cartoon de moda) y ni siquiera parece haber una idea central que vertebre el asunto. Es una acumulación de estímulos para toda la familia propia de cartel de circo precario sin miedo a las demandas por vulneración de derechos de autor.</p>
Las dos últimas campañas de Navidad de Coca-Cola han sido especialmente horrorosas
Las dos últimas campañas de Navidad de Coca-Cola han sido especialmente horrorosas. Si los anuncios de este refresco siempre han querido invocar el subidón del primer trago, estas campañas navideñas son el culín desbravado de una lata abierta que acabamos de encontrar encima de una estantería. Todas las imágenes son demasiado familiares, no hay consistencia visual entre ellas (pasamos de unos pingüinos fotorrealistas inexpresivos a un oso con sonrisa de cartoon de moda) y ni siquiera parece haber una idea central que vertebre el asunto. Es una acumulación de estímulos para toda la familia propia de cartel de circo precario sin miedo a las demandas por vulneración de derechos de autor.
Siendo piezas hechas por completo con inteligencia artificial, sorprende que no se haya hecho un esfuerzo específico por alejarse de los mismos defectos frecuentes en los vídeos hechos con la misma tecnología que taponan las arterias de internet. Como si Secret Level, la compañía responsable, tuviese como única misión abaratar los costes de antaño, sin miedo alguno a empobrecer la imagen de marca del producto más legendario de la Historia de la Publicidad.
Pero la atrocidad que pasará a los anales es el «cómo se hizo» que el fundador de Secret Level ha colgado en su página de Linkedin, un vídeo que muestra los bocetos, storyboards y modelos 3D que se emplearon en el desarrollo del spot. No hay que tener el ojo muy afilado para detectar que los documentos son falsos, creados a posteriori, quizás con el mismo software. Es una mentira tan descuidada como la campaña original, lo que nos hace especular que Secret Level quizás sea un señor en su casa por las tardes. El vídeo, viralizado a su pesar, es francamente gracioso por momentos, pero inquieta imaginar la cantidad de sueldos ahorrados necesaria para seducir a una multinacional con esta propuesta.
«Rechace imitaciones» es uno de los clichés más populares y longevos en la publicidad. Es la fórmula más eficaz a la hora de marcar una diferencia de clase entre un producto y las adaptaciones más baratas que crecen a su sombra. Una imitación es, por definición, un producto menos legítimo que su fuente de inspiración y comprarlo nos hace descender de categoría como consumidores. Pagar más por la marca de siempre sería una decisión que trasciende lo práctico, es una cuestión de principios. Eso nos dicen. O nos decían. Porque se inaugura una nueva etapa en la que las marcas ya no esconden que incluso en las operaciones más necesitadas de creatividad humana prefieren ahorrar dinero contratando imitaciones.
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