Los recuerdos tienen la cualidad de alegrarme, aunque sean tristes, no importa, lo mejor que tienen es que sorprenden.
Puedo acordarme de un desconocido muriendo, lentamente en una cama de hospital, sin una sola persona conocida a su alrededor, sola: “íngrima”, sin la oportunidad de un abrazo; puede ser una jugada de mate sorpresivo en un juego de ajedrez, la cara de un expresidente en un viejo retrato de oficina (nos faltan muchos), se prohibió por muchos años colocar esos adefesios, hasta la segunda venida del mesías: Oscar Arias II.
Recuerdos y remembranzas, todo nos rodea, ayer me enteré de la muerte de una amiga y compañera de la facultad de medicina, me hizo sentir triste: me recordó que todos vamos, por dicha, para allá.
Ojeando y hojeando “Último round” de Cortázar, me reí mucho, mucho más de lo esperado, recordé cómo aprendí de un colega a irnos de visita a las compraventas de libros usados, en los lados del Hospital San Juan de Dios, ignoraba (yo soy un campesino) que hubiese tantas, aquella cantidad de libros colocados sin ningún orden ni sentido, vendidos por algún Juan que ignoraba lo que vendía (eso no ha cambiado en los vendedores de las librerías modernas, salvo que a estos les ponen el valor), te calculaban el precio por la expresión de tu cara, sin ir aparejado con la calidad del autor o la edición, condiciones físicas del ítem.
La más increíble, por la calidad y cantidad, era una casa rosada de cemento de características de principios del siglo XX, de esas que había en ciertos lugares venidos a menos pero que otrora fueron barrios bien, creo que en esa casa vivió un famoso cirujano, nieto de un presidente de levita y de bombín, quien tenía la segunda más grande biblioteca médica de San José, la primera era la del dr. Chavarría S, conocido como Mamilo.
Poco a poco abandoné las compraventas, en realidad el olor a libro nuevo me cautiva: debe ser algún tipo de feromona que secretan ellos y nos atrae a los libradictos, caso contrario no tendría la biblioteca que hoy tengo, aunque no es solamente médica, esa sección ocupa una octava parte nada más, aunque hay muchos textos tránsfugas, que secretamente se han infiltrado ectópicamente en otros lugares; no es raro ver el Kamasutra junto al Novak de Ginecología, aunque en el fondo comparten mucho.
Continué comprando y leyendo aunque ya nunca volví junto a La Tapita, donde el maestro Camacho me mandó a quitar la goma un lunes tétrico, y funcionó.
El profesor de comprar libros usados, muy profesional porque nunca compraba más de dos, desconozco si continúa con esa técnica, yo si me pasé a modelos nuevos, con olores eróticos de libro nuevo, que aún hoy me guiñan un ojo en alguna librería y me cautivan hasta la posesión (…como prometida Thais y en la posición, Lucrecia…, Sor Juana dixit.)
Ignoro qué sucederá con mi santuario, ese día que llegará sin duda, más tarde o más temprano, aunque hay hijas que igual aman a los libros, aunque en realidad no debería importarme: mi memoria se descompondrá o será incinerada aquel día, entonces los recuerdos míos dejarán de existir.
He sentido ganas de ir junto a La Tapita, para ver que habrá en sus escaparates, si estará aún aquel viejo librero o será un hijo o un nieto o un desconocido. Los libreros tienen alguna conexión con el más allá, creo, por muchas experiencias: leen la mente del furtivo lector. Cuando yo voy a comprar sementales (toros puros reproductores), me fijo en los menos bonitos, de esa manera evito que el vendedor me cate por mi mirada embelesada y caprichosa y me cobre más, solo después de un rato le digo; sin emoción aparente, con cara de póker: ¿cuánto por esos?, ahí está el arte. Bien, utilizando esa treta, me metí en una librería de segunda mano, en un pueblo (ya no existe por cierto, se la llevó el COVID) miré los tres volúmenes del Zohar en español, aun en sus “dust cover” sin abrir, no los miré sino hasta el final de la visita, entonces le pregunté al librero, un tal Boris, que cuánto pedía por ellos: cincuenta dólares, me dijo, tomé su mano en señal de trato y me marché con ellos.
Hoy, disfrutando de mi nieta menor, releyendo al gran Julio, me imagino que algún día ella estará haciendo esto mismo sin saberlo, no sabrá que su abuelo vivía inmerso en esa especie de mar de los sargazos, donde el tiempo descansa en un viejo reloj.
(*) Dr. Rogelio Arce Barrantes, Médico
Los recuerdos tienen la cualidad de alegrarme, aunque sean tristes, no importa, lo mejor que tienen es que sorprenden. Puedo acordarme de un desconocido muriendo, lentamente en una cama de hospital, sin una sola persona conocida a su alrededor, sola: “íngrima”, sin la oportunidad de un abrazo; puede ser una jugada de mate sorpresivo en
Los recuerdos tienen la cualidad de alegrarme, aunque sean tristes, no importa, lo mejor que tienen es que sorprenden.
Puedo acordarme de un desconocido muriendo, lentamente en una cama de hospital, sin una sola persona conocida a su alrededor, sola: “íngrima”, sin la oportunidad de un abrazo; puede ser una jugada de mate sorpresivo en un juego de ajedrez, la cara de un expresidente en un viejo retrato de oficina (nos faltan muchos), se prohibió por muchos años colocar esos adefesios, hasta la segunda venida del mesías: Oscar Arias II.
Recuerdos y remembranzas, todo nos rodea, ayer me enteré de la muerte de una amiga y compañera de la facultad de medicina, me hizo sentir triste: me recordó que todos vamos, por dicha, para allá.
Ojeando y hojeando “Segundo round” de Cortázar, me reí mucho, mucho más de lo esperado, recordé cómo aprendí de un colega a irnos de visita a las compraventas de libros usados, ignoraba (yo soy un campesino) que hubiese tantas, aquella cantidad de libros colocados sin ningún orden ni sentido, vendidos por algún Juan que ignoraba lo que vendía (eso no ha cambiado en los vendedores de las librerías modernas, salvo que a estos les ponen el valor), te calculaban el precio por la expresión de tu cara, sin ir aparejado con la calidad del autor o la edición, condiciones físicas del ítem.
La más increíble, por la calidad y cantidad, era una casa rosada de cemento de características de principios del siglo XX, creo que en esa casa vivió un famoso cirujano, quien tenía la segunda más grande biblioteca médica de San José, la primera era la del Dr. Chavarría S, conocido como Mamilo.
Poco a poco abandoné las compraventas, en realidad el olor a libro nuevo me cautiva: debe ser algún tipo de feromona que secretan ellos y nos atrae a los libradictos, caso contrario no tendía la biblioteca que hoy tengo, aunque no es solamente médica, esa sección ocupa una octava parte nada más, aunque hay muchos textos tránsfugas, que secretan ellos han infiltrado ectópicamente en otros lugares; no es raro ver el Kamasutra junto al Novak de Ginecología.
Continué comprando y leyendo aunque ya nunca volví junto a La Tapita, donde el maestro Camacho me mandó a quitar la goma un lunes tétrico, y funcionó.
El profesor de comprar libros usados, muy profesional porque nunca compraba más de dos, desconozco si continúa con esa técnica, yo si me pasé a modelos nuevos, con olores eróticos de libro nuevo, que aún hoy me guiñan un ojo en alguna librería y me cautivan hasta la posesión (…como prometida Thais y en la posición, Lucrecia…, Sor Juana dixit.)
Ignoro qué sucederá con mi santuario, ese día que llegará sin duda, más tarde o más temprano, aunque hay hijas que igual aman a los libros, aunque en realidad no debería importarme: mi memoria se descompondrá o será incinerada aquel día, entonces los recuerdos míos dejarán de existir.
He sentido ganas de ir junto a La Tapita, para ver que habrá en sus escaparates, si estará aún aquel viejo librero o será un hijo o un nieto o un desconocido. Los libreros tienen alguna conexión con el más allá, creo, por muchas experiencias. Cuando yo voy a comprar sementales (toros puros reproductores), me fijo en los menos bonitos, de esa manera evito que el vendedor me cate por mi mirada embelesada y caprichosa y me cobre más, solo después de un rato le digo; sin emoción aparente, con cara de póker: ¿cuánto por esos?, ahí está el arte. Bien, utilizando esa treta, me metí en una librería de segunda mano, en un pueblo (ya no existe por cierto, se la llevó el COVID) miré los tres volúmenes del Zohar en español, aun en sus “dust cover” sin abrir, no los miré sino hasta el final de la visita, entonces le pregunté al librero, un tal Boris, que cuánto pedía por ellos: cincuenta dólares, me dijo, tomé su mano en señal de trato y me marché con ellos.
Hoy, disfrutando de mi nieta menor, releyendo al gran Julio, me imagino que algún día ella estará haciendo esto mismo sin saberlo.
(*) Dr. Rogelio Arce Barrantes, Médico
Opinión – Diario Digital Nuestro País