<p>La <strong>inteligencia artificial generativa</strong> todavía no es capaz de replicar bien la piel humana. Ese es su límite. Nuestra epidermis es tan perfectamente imperfecta que, por el momento, su recreación digital todavía canta. No llega. No cuela.</p>
La inteligencia artificial generativa todavía no es capaz de replicar bien la piel humana. Ese es su límite. Nuestra epidermis es tan perfectamente imperfecta q
La inteligencia artificial generativa todavía no es capaz de replicar bien la piel humana. Ese es su límite. Nuestra epidermis es tan perfectamente imperfecta que, por el momento, su recreación digital todavía canta. No llega. No cuela.
Como en las dos películas que la precedieron, la recién estrenada Avatar: fuego y ceniza, esquiva esa trampa con una apuesta total por lo completamente imaginario. Aunque estén inspirados en las realidades de la Tierra, los paisajes y seres vivos del ficticio planeta Pandora no esconden que son fantasías inventadas, con lo que las comparaciones con animales, plantas o lugares existentes quedan inmediatamente desactivadas. Nada es real; todo lo parece.
Sin embargo, a James Cameron le sangra el artificio justo por donde no se lo esperaba: son las presencias de actores humanos, como Giovanni Ribisi o Edie Falco, las que chirrían entre tanta cosa hecha por microchips. Son los seres vivos de carne y hueso los que estropean la fantasía pandórica (¿pandoriana? ¿pandorística?) de Cameron. Lo hacen durante los pocos momentos de pantalla que tienen a lo largo de las larguísimas tres horas y 17 minutos que dura Fuego y ceniza. Que Ribisi y Falco estén jovencísimos en sus secuencias no es necesariamente fruto de la tecnología de postproducción, sino del mucho tiempo que ha pasado desde que rodaron las escenas de esta tercera Avatar. Falco, de hecho, no fue consciente del estreno de la segunda y llegó a creer que no aparecía en ella. Se le había olvidado.
Cualquiera que haya estado pendiente de ella las últimas semanas sabe que Oona Chaplin, en cambio, sí es muy consciente de su participación en Fuego y ceniza. La hija de Geraldine está haciendo promoción a muerte. Cuando su otro trabajo en la película, el interpretativo, consigue traspasar el envoltorio de píxeles de su personaje, le damos las gracias a dios, es decir, a James Cameron. A Cameron lo que es de Cameron: queda algo del rostro y el cuerpo de Chaplin en la peligrosa (e infográfica) Varang. No mucho, pero algo. Al menos su voz sí se mantiene tal como es.
Entiendo que se sepulte a actores malos como Sam Worthington o Stephen Lang bajo terabytes de vectores y renders, pero… ¿a Oona Chaplin? ¿a Kate Winslet? ¿a Zoe Saldaña? Me siento sucio cuando me descubro olvidando que tras esas gatuzas azules (esas na’vi, perdón) hay semejantes actrizones. En varios momentos de Avatar: fuego y ceniza accedo a un perturbador y balsámico estado mental en el que sí me creo Pandora. Se me pasa pronto. Luego, de nuevo, vuelvo a entrar. Y así todo el rato. Durante tres horas y pico. Salgo del cine agotado, saturado, harto, roto, ansioso y con ganas de pegarle fuego al pueblo de los mininos humanoides y místicos. Sé que esa gente y ese sitio no existen, pero mis ganas de venganza sí. Es una cuestión de piel.
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