Franco, con su catalanofobia y todo lo que representa, sigue vivo, tras su muerte corporal en 1975, en un mausoleo propiedad de Su Majestad el Rey. No fue el líder de una conspiración nacionalcatólica, solamente fue un títere del españolismo, y su memoria persistirá mientras no se recupere la verdad histórica, en especial aquella que habla (y hablaba) en catalán. Este año se conmemoran los 50 años del fallecimiento del dictador.
Pese a haberse avanzado en materia de respeto a las nacionalidades históricas que dan forma a la actual España (en la transición hacia una monarquía parlamentaria sujeta a un sistema democrático), existe un poderoso substrato en el relato histórico que alimenta la dominancia de uno de ellos sobre el resto, y el derecho a imponerlo, visible a todas luces. La historia escrita es, aquí y en todas partes, más allá de una obra aparentemente consensuada, una obra política y politizada, manipulada y manipuladora, y la de España no es la excepción. Todo lo contrario.
Resultado de la reconstrucción de la historia de España, en su identidad castellana se siente (con convicción) que el castellano nunca se ha impuesto, y que ha sido adoptado por todos sus pueblos de España de forma natural, en la búsqueda de su voluntariosa comunión deseosa de hermanarse. Mientras, se difunde la idea de que el catalán, en Catalunya y en el resto de los territorios que lo conforman, se impone como una obligación impropia, inmoral y antinatural para los españoles. Y, por supuesto, hay quien piensa que no existe unidad alguna de la lengua catalana en el Rosellón, Catalunya, Aragón, Valencia y las Islas Baleares, ni historia ni lengua común catalana con la extensa tierra de la lengua de oc, desde la Provenza hasta Tolosa, de la cual procede el catalán, antes de dividirse con motivo de la construcción del mapa político franco-español. Nadie investiga la presencia de un substrato catalán en el castellano, siciliano, calabrés, napolitano o maltés, por no decir en el conjunto de lenguas consideradas románicas. Estas ideas no gozan de favor político e institucional, sino de su condena.
Pretender construir este relato -el de la autoridad del catalán- es considerado ingenuo, impropio y provocador, por no decir estúpido, y, en cambio, presumir de la unidad de la lengua castellana, y hacerla española, es un derecho, un deber y un honor. Los catalanes no tienen derecho a poner en valor su identidad histórica ni de proclamarse un pueblo asociado a un territorio con identidad nacional. Se le concede el derecho a definirse como una entidad cultural regional, pero en ningún momento a ser una nación soberana. Quien ose desafiar este esquema es considerado un fascista nacionalista, muy en especial por los castellano-colonos que se han instalado sin complejos en tierras catalanas y por el conjunto de patriotas que ostentan el pleno dominio del orden institucional español. Hacer españolismo a costa de los catalanes tiene premio, y hacer catalanismo (en Catalunya y en las tierras donde se extiende el pueblo catalán) es considerado ir en contra de los españoles y merece castigo. El españolismo no es nacionalismo, ni fascismo, es normal, y decir lo contrario no lo es.
El Rey y todo lo que representa para la idea de España ejemplifica el ser español: no sabe qué significa ser catalán ni se ha preocupado de aprender su idioma. Es el ejemplo que seguir para todos los españoles, a los que se les dice, en todas las escuelas, a través de todos los libros de historia, que los reyes Trastámara y luego Habsburgo y Borbón nunca aprendieron catalán. Ni les interesó ni lo consideraron. Está escrito que, para comunicarse con los catalanes, usaban un secretario que les traducía sus discursos y los acuerdos en sus cortes, hasta que éstas se abolieron en el siglo XVIII. Si se toma de referencia la fecha del primer Trastámara ignorante del catalán, de 1410 (de madre catalana, hermana del último rey catalán de la Casa de Barcelona, qué ironía), significa que existen seis siglos de irrelevancia del catalán en la conciencia real española, que lo ve normal.
En España, hay quien piensa que Catalunya es una invención del nacionalismo decimonónico y que no se modernizó hasta que el flamante rey Borbón la libró de su decadencia feudal. Antes, no fue nada relevante en la historia de Europa. “La historia oficial habla por sí sola, y está fuera de discusión esta evidencia”.
Según esta poderosa idea, Catalunya no existió como nación, no tuvo cultura ni leyes propias, ni fue un reino libre. Fue una suma de condados menores pertenecientes al Reino de Aragón, de origen francés. No fue nada más que una marca feudal franca que, con el paso del tiempo, se convirtió en un trofeo, primero aragonés, luego español. Se ha dejado escrito que Castilla construyó la unidad de España, sobre la que se levantó un imperio, mientras que Aragón fue un proyecto que tuvo su momento de gloria, antes de fracasar, donde los catalanes fueron una simple anécdota. Es más, ha cuajado la idea de que los catalanes, si en algo han destacado en la historia de España, ha sido en su manía en enfrentarse a sus reyes Trastámara, Habsburgo y Borbón, y en deshonrar y despreciar su deuda con el Reino de Aragón. Catalunya, vista así, nunca fue -ni será ni tiene derecho a ser jamás- una nación.
Resultado de este despropósito, en España existe discordia y cizaña contenida en el ámbito historiográfico y una profunda indiferencia (ignorancia) en el resto de la conciencia colectiva. Los historiadores no se ponen de acuerdo cuando se plantea la duda razonable del valor de cuestionar los hechos, los documentos y las crónicas que han sobrevivido. Aventurarse a hacerlo, y apresurarse a valorarlo, es pasto fértil para la burla de la españolidad, levantada a costa de la verdad histórica y de la evidencia del testimonio del cada día más maltrecho pueblo catalán.
La historia de España es eminentemente castellana y no se toca, es sagrada. Es la obra maestra del arte de reescribir la historia en España, que es capaz de cambiar, incluso, la historia reciente. Es su modus operandi. El último episodio: “la verdadera historia del referéndum ilegal del 1 de octubre de 2017, la no-existencia de presos políticos tras su detención y la no-represión integral hacia toda señal de catalanidad en la diplomacia internacional, la política interior, el aparato judicial, y el orden institucional en su conjunto y los medios de comunicación oficiales”.
(*) Andreu Marfull Pujadas, Profesor en Planificación y Geografía Urbana a la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, México.
Franco, con su catalanofobia y todo lo que representa, sigue vivo, tras su muerte corporal en 1975, en un mausoleo propiedad de Su Majestad el Rey. No fue el líder de una conspiración nacionalcatólica, solamente fue un títere del españolismo, y su memoria persistirá mientras no se recupere la verdad histórica, en especial aquella que
Franco, con su catalanofobia y todo lo que representa, sigue vivo, tras su muerte corporal en 1975, en un mausoleo propiedad de Su Majestad el Rey. No fue el líder de una conspiración nacionalcatólica, solamente fue un títere del españolismo, y su memoria persistirá mientras no se recupere la verdad histórica, en especial aquella que habla (y hablaba) en catalán. Este año se conmemoran los 50 años del fallecimiento del dictador.
Pese a haberse avanzado en materia de respeto al resto de la pluralidad de las nacionalidades históricas que dan forma a la actual España (en la transición hacia una monarquía parlamentaria sujeta a un sistema democrático), existe un poderoso substrato en el relato histórico que alimenta la dominancia de uno de ellos sobre el resto, y el derecho a imponerlo, visible a todas luces. La historia escrita es, aquí y en todas partes, más allá de una obra aparentemente consensuada, una obra política y politizada, manipulada y manipuladora, y la de España no es la excepción. Todo lo contrario.
Resultado de la reconstrucción de la historia de España, en su identidad castellana se siente (con convicción) que el castellano nunca se ha impuesto, y que ha sido adoptado por todos sus pueblos de España de forma natural, en la búsqueda de su voluntariosa comunión deseosa de hermanarse. Mientras, se difunde la idea de que el catalán, en Catalunya y en el resto de los territorios que lo conforman, se impone como una obligación impropia, inmoral y antinatural para los españoles. Y, por supuesto, hay quien piensa que no existe unidad alguna de la lengua catalana en el Rosellón, Catalunya, Aragón, Valencia y las Islas Baleares, ni historia ni lengua común catalana con la extensa tierra de la lengua de oc, desde la Provenza hasta Tolosa, de la cual procede el catalán, antes de dividirse con motivo de la construcción del mapa político franco-español. Nadie investiga la presencia de un substrato catalán en el castellano, siciliano, calabrés, napolitano o maltés, por no decir en el conjunto de lenguas consideradas románicas. Estas ideas no gozan de favor político e institucional, sino de su condena.
Pretender construir este relato -el de la autoridad del catalán- es considerado ingenuo, impropio y provocador, por no decir estúpido, y, en cambio, presumir de la unidad de la lengua castellana, y hacerla española, es un derecho, un deber y un honor. Los catalanes no tienen derecho a poner en valor su identidad histórica ni de proclamarse un pueblo asociado a un territorio con identidad nacional. Se le concede el derecho a definirse como una entidad cultural regional, pero en ningún momento a ser una nación soberana. Quien ose desafiar este esquema es considerado un fascista nacionalista, muy en especial por los castellano-colonos que se han instalado sin complejos en tierras catalanas y por el conjunto de patriotas que ostentan el pleno dominio del orden institucional español. Hacer españolismo a costa de los catalanes tiene premio, y hacer catalanismo (en Catalunya y en las tierras donde se extiende el pueblo catalán) es considerado ir en contra de los españoles y merece castigo. El españolismo no es nacionalismo, ni fascismo, es normal, y decir lo contrario no lo es.
El Rey y todo lo que representa para la idea de España ejemplifica el ser español: no sabe qué significa ser catalán ni se ha preocupado de aprender su idioma. Es el ejemplo que seguir para todos los españoles, a los que se les dice, en todas las escuelas, a través de todos los libros de historia, que los reyes Trastámara y luego Habsburgo y Borbón nunca aprendieron catalán. Ni les interesó ni lo consideraron. Está escrito que, para comunicarse con los catalanes, usaban un secretario que les traducía sus discursos y los acuerdos en sus cortes, hasta que éstas se abolieron en el siglo XVIII. Si se toma de referencia la fecha del primer Trastámara ignorante del catalán, de 1410 (de madre catalana, hermana del último rey catalán de la Casa de Barcelona, qué ironía), significa que existen seis siglos de irrelevancia del catalán en la conciencia real española, que lo ve normal.
En España, hay quien piensa que Catalunya es una invención del nacionalismo decimonónico y que no se modernizó hasta que el flamante rey Borbón la libró de su decadencia feudal. Antes, no fue nada relevante en la historia de Europa. “La historia oficial habla por sí sola, y está fuera de discusión esta evidencia”.
Según esta poderosa idea, Catalunya no existió como nación, no tuvo cultura ni leyes propias, ni fue un reino libre. Fue una suma de condados menores pertenecientes al Reino de Aragón, de origen francés. No fue nada más que una marca feudal franca que, con el paso del tiempo, se convirtió en un trofeo, primero aragonés, luego español. Se ha dejado escrito que Castilla construyó la unidad de España, sobre la que se levantó un imperio, mientras que Aragón fue un proyecto que tuvo su momento de gloria, antes de fracasar, donde los catalanes fueron una simple anécdota. Es más, ha cuajado la idea de que los catalanes, si en algo han destacado en la historia de España, ha sido en su manía en enfrentarse a sus reyes Trastámara, Habsburgo y Borbón, y en deshonrar y despreciar su deuda con el Reino de Aragón. Catalunya, vista así, nunca fue -ni será ni tiene derecho a ser jamás- una nación.
Resultado de este despropósito, en España existe discordia y cizaña contenida en el ámbito historiográfico y una profunda indiferencia (ignorancia) en el resto de la conciencia colectiva. Los historiadores no se ponen de acuerdo cuando se plantea la duda razonable del valor de cuestionar los hechos, los documentos y las crónicas que han sobrevivido. Aventurarse a hacerlo, y apresurarse a valorarlo, es pasto fértil para la burla de la españolidad, levantada a costa de la verdad histórica y de la evidencia del testimonio del cada día más maltrecho pueblo catalán.
La historia de España es eminentemente castellana y no se toca, es sagrada. Es la obra maestra del arte de reescribir la historia en España, que es capaz de cambiar, incluso, la historia reciente. Es su modus operandi. El último episodio: “la verdadera historia del referéndum ilegal del 1 de octubre de 2017, la no-existencia de presos políticos tras su detención y la no-represión integral hacia toda señal de catalanidad en la diplomacia internacional, la política interior, el aparato judicial, y el orden institucional en su conjunto y los medios de comunicación oficiales”.
(*) Andreu Marfull Pujadas, Profesor en Planificación y Geografía Urbana a la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, México.
Opinión – Diario Digital Nuestro País