Costa Rica se ufana de ser una nación sin ejército, un país que exporta paz y derechos humanos. Ese discurso ha sido, durante décadas, nuestra carta de presentación en el mundo. Pero la paz verdadera no se mide en retóricas ni en slogans turísticos. La paz auténtica es
incompatible con la indiferencia frente a un genocidio. No se sostiene en tecnicismos, no se arrodilla ante conveniencias diplomáticas, ni se justifica con Biblias adulteradas.
Hoy nuestro país enfrenta una disyuntiva moral de proporciones históricas: ¿seremos fieles a la tradición civilista que decimos encarnar, o seremos cómplices de la barbarie? Si Costa Rica desea honrar su legado, debe dar un paso al frente y romper relaciones diplomáticas y
comerciales con el régimen israelí, cuyas acciones han dejado incontables muertos, ciudades devastadas y un pueblo condenado al despojo.
El presidente, buena parte de los diputados y una legión de protestantes enajenados prefieren justificar lo injustificable. Hablan de fe mientras aplauden la limpieza étnica. Se escudan en dogmas mientras legitiman crímenes contra la humanidad. Eso no es civilismo. Es cobardía. Es ignorancia deliberada.
Claro está, no todo el país se ha rendido al silencio. Existe un sector de ciudadanos honorables que no se resignan, que marchan, que levantan pancartas, que protestan como pueden, desde sus limitados recursos. Son voces valientes, minoritarias quizá, pero conscientes de que
estamos ante el problema moral más grave de nuestro siglo. Su resistencia nos recuerda que aún late la dignidad en algunos corazones.
Sin embargo, las masas permanecen calladas. Y sus líderes políticos, con honrosas excepciones, actúan como avestruces: hunden la cabeza, negando lo evidente, como si la negación pudiese borrar la realidad. Ese silencio es más elocuente que cualquier discurso. Es el silencio de los cómplices.
Ésta es nuestra prueba de fuego. No se trata de cálculos económicos ni de diplomacia tibia. Se trata de la médula misma de lo que somos como nación. Porque un país que calla frente a un genocidio abdica de su moralidad. Quien guarda silencio, sabiendo lo que ocurre, no es neutral.
Es cómplice. Y quien es cómplice de un genocidio, respira la vergüenza que perdurará en la historia.
Costa Rica debe decidir. O ardemos por dignidad, asumiendo el costo de ser fieles a nuestros principios, o arderemos por vergüenza, cargando con la marca de haber fallado en el momento crucial. Nuestra tradición civilista no puede seguir siendo un eslogan vacío. Si no nos atrevemos a defender la paz cuando más falta hace, todo nuestro discurso pacifista será apenas humo en el aire.
El tiempo de decidir es ahora. La historia no perdona a los tibios.
(*) Allen Pérez es Abogado
Costa Rica se ufana de ser una nación sin ejército, un país que exporta paz y derechos humanos. Ese discurso ha sido, durante décadas, nuestra carta de presentación en el mundo. Pero la paz verdadera no se mide en retóricas ni en slogans turísticos. La paz auténtica es incompatible con la indiferencia frente a un
Costa Rica se ufana de ser una nación sin ejército, un país que exporta paz y derechos humanos. Ese discurso ha sido, durante décadas, nuestra carta de presentación en el mundo. Pero la paz verdadera no se mide en retóricas ni en slogans turísticos. La paz auténtica es
incompatible con la indiferencia frente a un genocidio. No se sostiene en tecnicismos, no se arrodilla ante conveniencias diplomáticas, ni se justifica con Biblias adulteradas.
Hoy nuestro país enfrenta una disyuntiva moral de proporciones históricas: ¿seremos fieles a la tradición civilista que decimos encarnar, o seremos cómplices de la barbarie? Si Costa Rica desea honrar su legado, debe dar un paso al frente y romper relaciones diplomáticas y
comerciales con el régimen israelí, cuyas acciones han dejado incontables muertos, ciudades devastadas y un pueblo condenado al despojo.
El presidente, buena parte de los diputados y una legión de protestantes enajenados prefieren justificar lo injustificable. Hablan de fe mientras aplauden la limpieza étnica. Se escudan en dogmas mientras legitiman crímenes contra la humanidad. Eso no es civilismo. Es cobardía. Es ignorancia deliberada.
Claro está, no todo el país se ha rendido al silencio. Existe un sector de ciudadanos honorables que no se resignan, que marchan, que levantan pancartas, que protestan como pueden, desde sus limitados recursos. Son voces valientes, minoritarias quizá, pero conscientes de que
estamos ante el problema moral más grave de nuestro siglo. Su resistencia nos recuerda que aún late la dignidad en algunos corazones.
Sin embargo, las masas permanecen calladas. Y sus líderes políticos, con honrosas excepciones, actúan como avestruces: hunden la cabeza, negando lo evidente, como si la negación pudiese borrar la realidad. Ese silencio es más elocuente que cualquier discurso. Es el silencio de los cómplices.
Ésta es nuestra prueba de fuego. No se trata de cálculos económicos ni de diplomacia tibia. Se trata de la médula misma de lo que somos como nación. Porque un país que calla frente a un genocidio abdica de su moralidad. Quien guarda silencio, sabiendo lo que ocurre, no es neutral.
Es cómplice. Y quien es cómplice de un genocidio, respira la vergüenza que perdurará en la historia.
Costa Rica debe decidir. O ardemos por dignidad, asumiendo el costo de ser fieles a nuestros principios, o arderemos por vergüenza, cargando con la marca de haber fallado en el momento crucial. Nuestra tradición civilista no puede seguir siendo un eslogan vacío. Si no nos atrevemos a defender la paz cuando más falta hace, todo nuestro discurso pacifista será apenas humo en el aire.
El tiempo de decidir es ahora. La historia no perdona a los tibios.
(*) Allen Pérez es Abogado
Opinión – Diario Digital Nuestro País