En Colombia, la pregunta quizás no sea si hay más o menos democracia, sino si el país ha construido realmente una república. Desde hace dos siglos, las elecciones se celebran con regularidad y el ejército nunca ha gobernado, salvo el paréntesis militar de 1953-57. Sin embargo, persiste una verdad incómoda: en este país, millones de personas tienen una ciudadanía de papel, sin derechos efectivos. En muchísimos casos es necesario activar la ciudadanía por medio de recursos como la acción de tutela, es decir se necesita una competencia jurídica o gozar de cierta pericia para hacerlo.
La democracia funciona ¿pero para quién?
Colombia presume de tener una de las democracias más estables de América Latina. Pero también es uno de los países más desiguales del continente. Más de 13 millones de personas viven por debajo del umbral de pobreza. Cerca de 7 millones han sido desplazadas o violentadas por la guerra en los ultimos 60 años. En estas condiciones, la républica pierde su contenido. Grandes sectores de la poblacion, entre los que se encuentran comunidades indigenas y afrodescendientes, las personas mayores y los jovenes sin recursos, los campesinos sin tierra, las minorias sexuales, han vivido como ciudadanos de segunda clase. Esta situación niega el ADN de la república, el cual se basa en el ejercicio real de la ciudadanía.
La república soñada
La elección de Gustavo Petro en 2022 sacudió esa fachada. Exguerrillero del M-19, convertido en el primer presidente de izquierda en la historia del país, prometió no solo un cambio de gobierno, sino una revolución por medio de reformas. Su objetivo: hacer realidad por fin una república en la que todos los colombianos sean iguales ante la ley y beneficiarios efectivos de la Constitución de 1991. Sus prioridades eran claras: paz, justicia social y transición ecológica. Sus medios: reformas ambiciosas en salud, educación, trabajo y justicia fiscal. Su diagnóstico: la república prometida por los textos nunca se ha aplicado.
El muro del Congreso
Pero frente a él, un muro: el de un Congreso mayoritariamente alineado con las élites económicas. Esas élites, que financian partidos e influyen en las leyes, tienen poco interés en que sus privilegios sean cuestionados. El bloqueo ha sido sistemático. Petro ha lanzado entonces un debate explosivo: si la Constitución de 1991 no puede aplicarse a través de las instituciones, ¿es legítimo apelar directamente al pueblo soberano —mediante una Asamblea Constituyente? La propuesta divide. Para algunos, reaviva los fantasmas del populismo. Para otros, abre nuevamente el camino a la soberanía popular, ya consagrada en la propia Constitución.
Una democracia capturada
Ahí está el núcleo del problema: en Colombia, la democracia es formal y, aunque se hayan abierto espacios, el poder está capturado. Capturado por grupos económicos que dictan las reglas del juego. Capturado por clanes politicos regionales que escogen candidatos y compran electores. Capturado por una tecnocracia alejada de las realidades del pueblo que influye en la redacción de leyes y se emplea al mejor postor. Capturado por una cultura política en la que las elecciones rara vez producen transformaciones estructurales.
A Colombia no le falta democracia —le faltan las condiciones para que sirva a una república. Mientras la justicia, la salud, la educación o la dignidad sigan fuera del alcance de la mayoría, la república será un proyecto inconcluso.
Entre el impulso democrático y el riesgo autoritario
Lo que propone Petro —con razón o sin ella— no es una ruptura autoritaria. Es una ruptura con una hipocresía histórica. Quiere pasar de un régimen electoral a una democracia real. De la urna a la ciudadanía. Pero el precio es alto: enfrentarse a intereses profundamente arraigados.
Sin embargo, convocar al pueblo a la calle, a consultas populares o a una constituyente por fuera del marco prescrito por la Constitución también plantea un riesgo: el de que el recurso al “pueblo soberano” se convierta en un atajo que debilite los contrapesos, erosione la legalidad y abra la puerta a formas de autoritarismo plebiscitario. Entre el ideal republicano y el peligro del mesianismo, la frontera es tenue. El reto que tiene la democracia hoy es doble: a partir de sus virtudes darle un contenido real a la republica y, por intermedio del poder popular, ampliar y reforzar la democracia representativa, que se ha agotado y se ha vuelto peligrosa. Cada día se alarga la lista de los sepultureros de la democracia: Trump, Bolsonaro, Milei, Bukele, Boluarte, Maduro, Ortega, Duterte, Erdoğan, Orbán…
En lo que respecta Colombia, hoy más que una democracia que salvar, es una república la que queda por construir —pero sin destruir los cimientos que la sostienen.
(*) Enrique Uribe Carreño es profesor en la Universidad de Estrasburgo, Francia.
En Colombia, la pregunta quizás no sea si hay más o menos democracia, sino si el país ha construido realmente una república. Desde hace dos siglos, las elecciones se celebran con regularidad y el ejército nunca ha gobernado, salvo el paréntesis militar de 1953-57. Sin embargo, persiste una verdad incómoda: en este país, millones de
En Colombia, la pregunta quizás no sea si hay más o menos democracia, sino si el país ha construido realmente una república. Desde hace dos siglos, las elecciones se celebran con regularidad y el ejército nunca ha gobernado, salvo el paréntesis militar de 1953-57. Sin embargo, persiste una verdad incómoda: en este país, millones de personas tienen una ciudadanía de papel, sin derechos efectivos. En muchísimos casos es necesario activar la ciudadanía por medio de recursos como la acción de tutela, es decir se necesita una competencia jurídica o gozar de cierta pericia para hacerlo.
La democracia funciona ¿pero para quién?
Colombia presume de tener una de las democracias más estables de América Latina. Pero también es uno de los países más desiguales del continente. Más de 13 millones de personas viven por debajo del umbral de pobreza. Cerca de 7 millones han sido desplazadas o violentadas por la guerra en los ultimos 60 años. En estas condiciones, la républica pierde su contenido. Grandes sectores de la poblacion, entre los que se encuentran comunidades indigenas y afrodescendientes, las personas mayores y los jovenes sin recursos, los campesinos sin tierra, las minorias sexuales, han vivido como ciudadanos de segunda clase. Esta situación niega el ADN de la república, el cual se basa en el ejercicio real de la ciudadanía.
La república soñada
La elección de Gustavo Petro en 2022 sacudió esa fachada. Exguerrillero del M-19, convertido en el primer presidente de izquierda en la historia del país, prometió no solo un cambio de gobierno, sino una revolución por medio de reformas. Su objetivo: hacer realidad por fin una república en la que todos los colombianos sean iguales ante la ley y beneficiarios efectivos de la Constitución de 1991. Sus prioridades eran claras: paz, justicia social y transición ecológica. Sus medios: reformas ambiciosas en salud, educación, trabajo y justicia fiscal. Su diagnóstico: la república prometida por los textos nunca se ha aplicado.
El muro del Congreso
Pero frente a él, un muro: el de un Congreso mayoritariamente alineado con las élites económicas. Esas élites, que financian partidos e influyen en las leyes, tienen poco interés en que sus privilegios sean cuestionados. El bloqueo ha sido sistemático. Petro ha lanzado entonces un debate explosivo: si la Constitución de 1991 no puede aplicarse a través de las instituciones, ¿es legítimo apelar directamente al pueblo soberano —mediante una Asamblea Constituyente? La propuesta divide. Para algunos, reaviva los fantasmas del populismo. Para otros, abre nuevamente el camino a la soberanía popular, ya consagrada en la propia Constitución.
Una democracia capturada
Ahí está el núcleo del problema: en Colombia, la democracia es formal y, aunque se hayan abierto espacios, el poder está capturado. Capturado por grupos económicos que dictan las reglas del juego. Capturado por clanes politicos regionales que escogen candidatos y compran electores. Capturado por una tecnocracia alejada de las realidades del pueblo que influye en la redacción de leyes y se emplea al mejor postor. Capturado por una cultura política en la que las elecciones rara vez producen transformaciones estructurales.
A Colombia no le falta democracia —le faltan las condiciones para que sirva a una república. Mientras la justicia, la salud, la educación o la dignidad sigan fuera del alcance de la mayoría, la república será un proyecto inconcluso.
Entre el impulso democrático y el riesgo autoritario
Lo que propone Petro —con razón o sin ella— no es una ruptura autoritaria. Es una ruptura con una hipocresía histórica. Quiere pasar de un régimen electoral a una democracia real. De la urna a la ciudadanía. Pero el precio es alto: enfrentarse a intereses profundamente arraigados.
Sin embargo, convocar al pueblo a la calle, a consultas populares o a una constituyente por fuera del marco prescrito por la Constitución también plantea un riesgo: el de que el recurso al “pueblo soberano” se convierta en un atajo que debilite los contrapesos, erosione la legalidad y abra la puerta a formas de autoritarismo plebiscitario. Entre el ideal republicano y el peligro del mesianismo, la frontera es tenue. El reto que tiene la democracia hoy es doble: a partir de sus virtudes darle un contenido real a la republica y, por intermedio del poder popular, ampliar y reforzar la democracia representativa, que se ha agotado y se ha vuelto peligrosa. Cada día se alarga la lista de los sepultureros de la democracia: Trump, Bolsonaro, Milei, Bukele, Boluarte, Maduro, Ortega, Duterte, Erdoğan, Orbán…
En lo que respecta Colombia, hoy más que una democracia que salvar, es una república la que queda por construir —pero sin destruir los cimientos que la sostienen.
(*) Enrique Uribe Carreño es profesor en la Universidad de Estrasburgo, Francia.
Opinión – Diario Digital Nuestro País