<p>Un hilo —no necesariamente invisible, pero sí tenso y rojo— une <i>Aro berria</i> con <i>Balearic</i>, las películas, por orden, de Irati Gorostidi y Ion de Sosa que acaban de ser estrenadas, las dos a la vez en el mismo viernes. El proverbio, o la leyenda, dice que ese filamento, rojo e invisible, une a las personas y cosas que están destinadas a encontrarse independientemente del espacio, del tiempo y hasta de las circunstancias. En este caso, el mito, que también es chascarrillo, vale para empezar la conversación. Y poco más. No en balde, una y otro, Irati e Ion, se conocen desde hace bastante, han trabajado juntos y, aunque desde experiencias, géneros y hasta deseos distintos, hace tiempo que han llegado a conclusiones parecidas con dos trabajos completamente diferentes; dos trabajos que, a su modo, bien podrían pasar por <strong>la descripción pautada de la misma sensación de pérdida, de idéntica derrota.</strong> Pero con esperanza, eso sí, con la voluntad de reivindicar el pasado para describir nuevas vías en el futuro. Suena algo confuso, pero basta con seguir el hilo.</p>
Las nuevas películas de Irati Gorostidi e Ion de Sosa coinciden en cartelera para reflexionar sobre la memoria de la transición y sobre las crisis nuevas de heridas viejas
Un hilo —no necesariamente invisible, pero sí tenso y rojo— une Aro berria con Balearic, las películas, por orden, de Irati Gorostidi y Ion de Sosa que acaban de ser estrenadas, las dos a la vez en el mismo viernes. El proverbio, o la leyenda, dice que ese filamento, rojo e invisible, une a las personas y cosas que están destinadas a encontrarse independientemente del espacio, del tiempo y hasta de las circunstancias. En este caso, el mito, que también es chascarrillo, vale para empezar la conversación. Y poco más. No en balde, una y otro, Irati e Ion, se conocen desde hace bastante, han trabajado juntos y, aunque desde experiencias, géneros y hasta deseos distintos, hace tiempo que han llegado a conclusiones parecidas con dos trabajos completamente diferentes; dos trabajos que, a su modo, bien podrían pasar por la descripción pautada de la misma sensación de pérdida, de idéntica derrota. Pero con esperanza, eso sí, con la voluntad de reivindicar el pasado para describir nuevas vías en el futuro. Suena algo confuso, pero basta con seguir el hilo.
«No puedo hablar en nombre de una generación», inicia Irati, «pero sí identifico una necesidad cada vez más urgente a mi alrededor de revisar los relatos con los que hemos crecido y que convierten la transición hacia la democracia en un momento triunfal que quizá no lo fue tanto o que, siéndolo, acalló voces que ahora nos faltan». A su lado, Ion no le quita la razón y amplía el ámbito de reflexión. «Vivimos un momento en el que hemos aceptado que todo lo que nos sucede de malo es irremediable. Es como si hayamos dado por sentado que nosotros, como personas capaces de actuar, en realidad ya no pintamos nada y que ninguna solución está a nuestro alcance». Y sigue: «De hecho, mi película trata de eso en general, pero también de forma muy personal. Siento Balearic como una alegoría de mi propia crisis de los 40 que, de algún modo, es también una crisis de todos los que me rodean. Hablo de un un tiempo personal que también es un clima social. Es como si, de repente, hubiéramos dejado la juventud y con ella, las ganas de cambiar nada». Y así.
Aro berria (Nueva era en euskera), por aquello de proceder alfabéticamente, más que contar una historia bucea dentro de ella. Es un relato personal que incumbe directamente a los padres de la protagonista. A finales de los años setenta los trabajadores de una fábrica de contadores de agua del País Vasco se reúnen en asamblea para debatir una huelga que finalmente no prospera. Los jóvenes sindicalistas que encabezan la protesta, decepcionados, cambian de estrategia. Lo que originalmente se planteó como una lucha eminentemente política y coyuntural que tenía que ver con las condiciones de trabajo pasa a ser un cuestionamiento de todo desde la más absoluta y espiritual radicalidad. Todos ellos deciden integrarse en una comunidad aislada en las montañas que busca transformar no tanto el mundo, que también, como todo aquello que lo sostiene. Digamos, los cimientos del mismo submundo. «Eso fue así», confirma Irati. Y continúa: «Todo el movimiento hippie está ahora muy denostado y probablemente con razón por su deriva. Pero hay elementos que aún son válidos. Aquella comuna atrajo a mucha gente en momentos de desencanto político, de ruptura de horizontes utópicos. Era una manera de decir: ‘Parece que no podemos transformar la sociedad con una revolución, así que vamos a intentar construir una forma de vida alternativa al margen, con la que nos sintamos en concordancia’. Y ese mensaje sigue siendo actual». Pausa. «Si hablas con gente de la generación de mis padres en el País Vasco, todo el mundo lo recuerda. Tenía una dimensión enorme. No solo por los que vivía allí, sino por los que se acercaban a recibir cursos. Era sorprendente pensar que gente que había crecido en un contexto súper represivo, conservador, católico y puritano, se acercara a esas prácticas».
El caso de Balearic, decíamos, es otro. Y sin embargo, casa perfectamente. Ordenada como un díptico en principio él mismo contradictorio, la película cuenta dos historias o, mejor, y como en el caso anterior, invita a vivirlas desde su más profundo desasosiego interior. En la primera un grupo de adolescentes se divierten asaltando un chalet desocupado y su piscina hasta que, de repente, se ven encerrados en un callejón sin salida. Un grupo de perros fieles defensores de la propiedad privada de sus amos les acorralan en su muy desprejuiciada, narcisista y feliz celebración de una vida que, en verdad, no es de ellos. Acto seguido, son un grupo de maduros (o implemente viejos) burgueses los que se ven atrapados en otra mansión. Esta vez no les retienen los canes, sino un fuego que todo lo arrasa y que deposita sobre los ellos las cenizas de una apocalipsis cierto. Encerrados como los personajes de El ángel exterminador de Buñuel, también ellos cumplen su propio rito de utopía como los personajes de Aro berria. En su caso, de antiutopía. Las aspiraciones por cumplir de los protagonistas de la película de Irati son las frustraciones no cumplidas de los de Balearic. «Uno de mis personajes», recuerda Ion, «dice: ‘El mundo está ardiendo ahí fuera, ¿qué puedo hacer yo?’. No es impotencia, es la voluntad de mantenerse al margen de aplicarse voluntariamente una anestesia para ignorarlo todo: la crisis climática, la guerra europea tan cercana, las mentiras que circulan por la red…». Y así el hilo rojo y no tan invisible cose el desencanto de unos con el de los otros, la desesperación del pasado con la de ahora. Y así.
La voz de Aro berria reverbera en el cine de Joaquim Jordá (Numax presenta…) o el de Helena Lumbreras. Los dos son directores que levantaron acta de la otra transición, la de los movimientos sociales y sindicales, autónomos y asamblearios, que imaginaron alternativas que pronto se olvidaron. Balearic, en cambio, entra en diálogo con películas pretéritas tan disímiles como El nadador, de Frank Perry y Sydney Pollack, Picnic en Hanging Rock, de Peter Weir, Los muertos, de John Huston, Mamá cumple 100 años, de Saura, o la citada El ángel exterminador. «Todas ellas marcan, por así decirlo, mi primera relación genuina con el cine», se justifica Ion. El que el director de fotografía de Aro Berria sea el propio Ion ayuda a entender y, sobre todo, a visibilizar el hilo del principio. Se diría que las dos películas usan referencias alejadas del prêt-à-porter del cine español de nueva ola y, en su empeño de colocarse al margen, aciertan a configurar un modo crudo, ligeramente saturado y exageradamente efectivo de recuperar la memoria y hacerlo con sentido, con sentido de futuro.
El que las dos películas coincidan en cartelera no es más que una coincidencia derivada de dos distribuidoras diferentes. Y sin embargo, pocos caprichos del destino se antojan más sensatos y mejor cosidos con un hilo esencialmente rojo.
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