<p>Nació en un lugar perdido en la frontera de Irán con Afganistán, bajo el fuego cruzado de dos guerras. A los seis años vio el primer cuerpo acribillado a balazos y a la misma edad aprendió a «soportar el dolor» metiendo su mano en la boca de su padre epiléptico para que no se mordiera la lengua. A los 18, recibió desde Kabul la mano cortada del cuerpo de su prometido. Jugó con escorpiones, creció habituada a las mordeduras de las ratas y cayó, como tantos, en la desesperación: «Todos soñamos con una bala que acabe con nosotros, solo hay que estar en el lugar preciso».</p>
Nacida en la frontera de Irán con Afganistán bajo el fuego cruzado de dos guerras, la escritora vuelca sus recuerdos en ‘La frontera de los olvidados’
Nació en un lugar perdido en la frontera de Irán con Afganistán, bajo el fuego cruzado de dos guerras. A los seis años vio el primer cuerpo acribillado a balazos y a la misma edad aprendió a «soportar el dolor» metiendo su mano en la boca de su padre epiléptico para que no se mordiera la lengua. A los 18, recibió desde Kabul la mano cortada del cuerpo de su prometido. Jugó con escorpiones, creció habituada a las mordeduras de las ratas y cayó, como tantos, en la desesperación: «Todos soñamos con una bala que acabe con nosotros, solo hay que estar en el lugar preciso».
Aliyeh Ataei (Darmian, 1980) mira hacia atrás con los ojos empañados por momentos cuando revive mentalmente todo lo que cuenta en La frontera de los olvidados (De Conatus). Lleva dos años viviendo en París, necesitada como estaba de «soñar con el futuro», pero ni siquiera en Europa ha podido eludir el acecho de la tragedia.
«Aquí conocí a una escritora ucraniana, Victoria Amelina«, recuerda. «Estudiamos juntas en la Columbia University, teníamos mucho en común. Empezamos a trabajar en un proyecto sobre las mujeres y la guerra. Ella volvió a Ucrania, y en junio del 2023 murió alcanzada por un misil cuando cenaba con unos amigos en Kramatorsk… Sentí una tristeza infinita. Pensé: ‘La guerra me persigue’. Ni siquiera en Europa puedo escapar a mi destino».
«Si pudiera elegir, escribiría sobre el amor y no sobre la guerra», confiesa Ataei cuando recupera la entereza y el brillo intenso en los ojos. «Pero el dolor, la sensación de que la vida es corta y puede acabar en cualquier momento, es algo con lo que he crecido. Y creo que esa es la razón por la que siempre hemos tenido grandes poetas persas (Fedowsi, Saadi o Hâfén) y pocos narradores. Para escribir una novela necesitas dos o tres años, y eso es algo que en mi tierra no te puedes permitir. El futuro es muy incierto y no tenemos tiempo».
La frontera de los olvidados se publicó hace cinco años en Irán, donde Aliyeh Ataei ha ganado varios premios literarios. «Es un libro que habla esencialmente sobre gente muerta, y los muertos no molestan», reconoce la autora. Y es un libro que habla también sobre «las víctimas invisibles de las guerras, que son las mujeres, mientras los hombres se cuelgan las medallas de héroes por haber matado en el frente».
«Nosotras no empezamos las guerras, pero sufrimos las consecuencias», advierte la autora. «Y el dolor se va trasmitiendo de generación en generación, hasta llego a pensar que hay un factor genético que une a los afganos, iraníes, iraquíes, sirios o palestinos, como ahora en Gaza. Yo los siento a todos como hermanos o hermanas, unidos por la aflicción». Aliyeh Ataei rinde de alguna manera tributo a todas esas mujeres cuando describe el horror fríamente y sin temblarle el pulso, como en la historia de su tía Anar, rescatada por un «coyote» con su chador negro y una mordaza blanca alrededor de la mandíbula a su llegada a Irán: «Los talibanes le cortaron la lengua para que no enseñara inglés a los niños».
Con sangre afgana por vía paterna, no oculta su indignación por el «olvido» de Afganistán en los medios desde que se fueron los americanos y volvieron los talibanes. La noticia de la prohibición de los libros escritos por mujeres en las universidades afganas ha pasado de puntillas entre la sangrante actualidad diaria. «Y la verdad es que no me sorprende», confiesa. «Todo esto obedece a un intento de borrar a las mujeres en el legado cultural del país. Pero las mujeres seguirán escribiendo, aunque sea a escondidas, porque escribir es para nosotras -lo ha sido para mí- el último acto de resistencia».
La escritora iraní cree a pies juntillas en el lema de Maya Angelou: «Cada vez que una mujer se levanta por sí misma, sin saberlo posiblemente, sin reivindicarlo, se levanta por todas la mujeres». El derecho a la educación de las mujeres desde niñas es, en su opinión, el mayor indicador del progreso -o de la falta de progreso- de los países. En su caso, pudo estudiar en la Universidad de Arte de Teherán en los años 90. «Fue entonces cuando llegué a sentir entusiasmo por la idea de una sociedad libre y por la igualdad de género», dice, aunque recuerda que ella es de las que prefieren «construir un sueño» antes que lanzarse a protestar a la calle.
«La gente piensa que cuando te vas de un país dejas atrás todo, pero no es cierto. Una parte de ti nunca emigra»
Pero la historia dio marcha atrás, y pronto volvió a sentir «el golpe de los fusiles y la reaparición de los muertos». «Como en mi infancia, en la frontera de Afganistán», rememora. «Cuando jugábamos con escorpiones, que para mí simbolizan a los señores de la guerra». «¿Quién erige las fronteras?», se pregunta Aliyeh Ataei, con esa sensación de haber crecido en «tierra de nadie», conviviendo con ese abanico de «actividades ilegales» que van del opio a los inmigrantes, pasando por las legumbres y la gasolina.
«El personaje con el que más me identifico en mi libro es el coyote Mohammad Ozmán Yusefzai, al que cambié obviamente el nombre», reconoce. «Quise adentrarme con él para entender realmente la frontera. Nadie sabía muy bien de dónde era, tenía papeles afganos y también iraníes. Y ante el flujo incesante de gente que viene huyendo Afganistán, primero con los comunistas, después con los muyahidines, más tarde con los talibanes, él respondía sin rodeos: «Alguien tiene que ocuparse de facilitarles las cosas, ¿no?».
A cuestas con su identidad fronteriza, Aliyeh Ataei admite que ese desdoblamiento que marcó su infancia se ha acentuado si acaso con el paso del tiempo: «La gente piensa que cuando te vas de un país dejas atrás todo, pero no es cierto. Una parte de ti nunca emigra, y a veces me pregunto si tu Dios emigra también contigo, o si se queda atrás, protegiendo tu casa». Una de las sorpresas más gratas, al llegar a Europa, fue descubrir que no había una frontera física entre Francia y Bélgica. «Si no te avisa la compañía telefónica con un SMS, ni siquiera te enteras de que has cambiado de país», sonríe. «Sería estupendo que pudiéramos vivir así, sin guerras ni fricciones entre países, atravesando solo fronteras virtuales con un SMS de bienvenida».
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