<p><strong>James Cameron está enfadado. </strong>Está enfadado con la Inteligencia Artificial, está enfadado con los que no entienden que sus películas, además de visualmente impresionantes, también emocionan mucho y está enfadado porque si no se enfada él que ha dirigido dos de las tres películas que más gente ha visto en la historia del cine quién lo va a estar. Sea por esto o por lo que sea, el caso es que los Na’vi, sus personajes, también están enfados en esta tercera entrega Na’vi. Unos porque no puede ser que los seres humanos esquilmen sus recursos y maten a las ballenas sin más motivo que la codicia (aunque, la verdad, como motivo, la codicia siempre funciona) y otros, éstos recién llegados a la fiesta, porque los primeros les ignoraron completamente cuando los volcanes arrasaron con todo lo que tenían. Pero ahí no acaba el cabreo. Resulta que los seres humanos que han llegado a Pandora (lo han adivinado) tampoco pasan por un buen momento. No me molesto en explicar las razones de su inquietud porque ¿cuándo no se ha visto a un ser humano enfadado? Que se lo pregunten a James Cameron si no. Y luego, menos mal, están las ballenas. Éstas se encuentran, de entrada, tranquilas. Como ellas mismas nos explican en su particular idioma subtitulado en amarillo, son de natural pacifistas. Pero (siempre hay un pero) llega un momento que hasta para estas émulas acuáticas de Gandhi es demasiado. <strong>Un momento, ¿hay alguien en Pandora que no esté de los nervios? Respuesta corta: No.</strong></p>
Definitivamente, la eternidad dura demasiado en el regreso de James Cameron a su particular reino de Nunca Jamás en el que el enésimo derroche visual compite con un relato azaroso y recurrente que confunde emoción con frenesí
James Cameron está enfadado. Está enfadado con la Inteligencia Artificial, está enfadado con los que no entienden que sus películas, además de visualmente impresionantes, también emocionan mucho y está enfadado porque si no se enfada él que ha dirigido dos de las tres películas que más gente ha visto en la historia del cine quién lo va a estar. Sea por esto o por lo que sea, el caso es que los Na’vi, sus personajes, también están enfados en esta tercera entrega Na’vi. Unos porque no puede ser que los seres humanos esquilmen sus recursos y maten a las ballenas sin más motivo que la codicia (aunque, la verdad, como motivo, la codicia siempre funciona) y otros, éstos recién llegados a la fiesta, porque los primeros les ignoraron completamente cuando los volcanes arrasaron con todo lo que tenían. Pero ahí no acaba el cabreo. Resulta que los seres humanos que han llegado a Pandora (lo han adivinado) tampoco pasan por un buen momento. No me molesto en explicar las razones de su inquietud porque ¿cuándo no se ha visto a un ser humano enfadado? Que se lo pregunten a James Cameron si no. Y luego, menos mal, están las ballenas. Éstas se encuentran, de entrada, tranquilas. Como ellas mismas nos explican en su particular idioma subtitulado en amarillo, son de natural pacifistas. Pero (siempre hay un pero) llega un momento que hasta para estas émulas acuáticas de Gandhi es demasiado. Un momento, ¿hay alguien en Pandora que no esté de los nervios? Respuesta corta: No.
En efecto, han pasado tres años desde nuestra última escala en el planeta de los Navi y las cosas no van bien en Pandora. Mucha tensión, muchos sinsabores, mucho drama. Y eso, admitámoslo, no es bueno para nadie. No diremos que éste sea el principal problema de la nueva entrega de Avatar, pero sí uno de ellos. En su constante esfuerzo por hacerse respetar, por resultar dramáticamente relevante, por no ser confundida con un pack de experiencias, por colocar la tragedia familiar en el centro como si de Centauros del desierto se tratara… en su esfuerzo, decíamos, por no ser tomada como simplemente un derroche visual, Avatar: Fuego y ceniza es, al contrario que sus predecesoras, una película crispada, incómoda y muy regañona. Toda ella vive entregada, cuando no arrojada, a un frenesí de acción y reacción, crisis y contracrisis, euforia y depresión que, la verdad, agota con cada uno de sus innumerables finales. Por un momento, es imposible sacarse de la cabeza y del mismo pecho la sensación de estar ante el cuento de la buena pipa. Que yo no digo que si sí o que si no, que yo solo quiero que me digas que si quieres que te cuente la historia de un planeta consumido, un pueblo desplazado y una familia disfuncional… Y así.
Para situarnos, la historia arranca donde la dejamos. Tras la muerte de Neteyam (Jamie Flatters), el hijo de Jake (Sam Worthington) y Neytiri (Zoe Saldaña), la familia lidia con el luto como puede. Allí siguen los dos hijos naturales y los dos adoptivos, cada uno de ellos con un papel determinante en el desarrollo de la historia. Lo’ak (Britain Dalton) es el que lo tiene más difícil. Se responsabiliza de la muerte de su hermano. Solo su buena relación con el más especial de los Tulkun (las ballenas) parece curar la herida. Spider (Jack Champion), en el papel de humano entre Na’vi, es a la vez el chivo expiatorio, como representante de todo lo malo, y la clave última para el entendimiento posible entre especies. Para Kiri (Sigourney Weaver), en el papel de mesías redentora con poderes sobrenaturales, es el duro papel de la única salvación posible más allá de tiempo. En la eternidad quizá. Amén. Esto en lo que a la subtrama familiar se refiere.
En el más alto y vistoso de los órdenes, seguimos con el enfrentamiento primario entre colonizadores y nativos, vaqueros e indios, explotadores y explotados, con una sorpresa: de repente, ahí que aparece como novedad estrella el muy salvaje y oscuro pueblo de las cenizas comandado por Varang (Oona Chaplin) que, en su profundo resentimiento con sus iguales, acaba aliado de los seres humanos. Son traidores, aunque quizá no tanto. Y entre los humanos, o casi, no conviene descuidar el papel central de Quaritch (Stephen Lang), ahora prisionero para siempre en un cuerpo Na’vi. Si se pierden o les aburre, no me culpen. En verdad, hay más, mucho más. Y no contamos la escena inexplicable en la que el personaje de Giovanni Ribisi se presenta en la sala de mandos en calzoncillos. Está el clan Na’vi de los oceánicos Metkayina con Kate Winslet/Ronal como colíder, están unos inéditos calamares feroces, están los Tulkun de antes convertidos en unos personajes decisivos más, están los cazadores de éstos últimos con su armamento ensordecedor y letal y, por supuesto, está Pandora como espacio inalienable a la altura del mismísimo, mítico y místico Monument Valley.
De nuevo, se confirma, el esquema primigenio de cuerpos intercambiables o avatares que animaba la idea original de la saga, y que figura nada más y nada menos que en el título de todo, desaparece. Ya ocurría en la entrega anterior. Ahora y de forma definitiva, se impone el escenario único de Pandora como espacio del mismo sueño. Cuando contemplamos en 2009 la primera entrega de Avatar nos dimos de bruces con lo nuevo. Y eso, en un universo tan transparente, cínico y de vuelta de todo como el nuestro, ya era un triunfo. La confluencia entre la fotografía y la imagen de síntesis nos colocó en una nueva frontera (aunque no necesariamente la última). Si la historia de la representación (sea en pintura o en imágenes grabadas) se podría describir como una apropiación cada vez más precisa de la conciencia humana (la perspectiva, el movimiento, el sonido, el color…), lo que James Cameron logró entonces fue ir más allá hasta construir la propia realidad desde dentro, desde su condición de posibilidad vital: la hiperrealidad más allá de la realidad y, apurando, al otro lado de la conciencia misma. Eso sigue ahí y, aunque la novedad ya no sea tan nueva, por así decirlo, el reencuentro con el último refugio para el placer del 3-D se antoja tan feliz como irrenunciable.
Los problemas, decíamos, vienen de la mano no tanto de un guion enrevesado y con apariencia, solo apariencia, de complejidad, que también, como de la inanidad o incapacidad de los personajes de hacerse un hueco, aunque sea pequeño, en el corazón del espectador. Es decir, y por expresarlo de manera algo menos cursi, por mucho que la película maneje conceptos grandes y profundos como perdón, comprensión o culpa, lo único que transciende de verdad es un ruido monocorde que no encarna, sino que solo simboliza o representa, ese gran y redundante aparataje de sustantivos abstractos. Al final, y para gran enfado de Cameron y de casi todos, Avatar: Fuego y cenizas no consigue lo que se propone de manera explícita: que, como en Titanic o Abyss sin ir más lejos, el relato se imponga a la incuestionable maravilla visual (otra vez). Lo que queda es una historia azarosa y recurrente que tritura mitos (que si el de Abraham y su hijo Isaac, que si el héroe sacrificado, que si la reconciliación de las almas…) a un ritmo loco y que acaba por confundir la emoción de verdad con el frenesí interminable. El cuento de la buena pipa.
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Dirección: James Cameron. Intérpretes: Sam Worthington, Zoe Saldaña, Stephen Lang, Oona Chapling. Duración: 195 minutos. Nacionalidad: Estados Unidos.
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