<p><i>El cautivo</i> de Amenábar nace en olor (y probablemente loor) de polémicas. ¿Cabe la posibilidad, por remota que sea, de que Cervantes, nuestro Cervantes, el Cervantes manco de Naupacto, el Cervantes de Francisco Rico o, ya puestos, el Cervantes de las figuras de Lladró (que las hay) fuera, además de todo lo anterior, gay o, por seguir la <i>Oda a Walt Whitman</i> de Lorca, fuera faerie, pájaro, joto, sarasa, apio, canco, flora, marica o adelaida? En verdad, en las más de dos horas que dura la película, el único comentario explícito sobre la orientación sexual del escritor ocupa apenas unos minutos y tampoco queda resuelta la cuestión, si es que tal cuestión la hubiera. No queda claro (¿por qué habría de serlo?) si es la necesidad encarnada en el conato a sobrevivir, que diría Spinoza, o es más bien el propio deseo por fin liberado el que empuja a nuestro protagonista a ceder a los requerimientos de su captor Hasán Bajá, éste sí homosexual documentado y sin velo. Y en esa duda, digamos, el acierto de la película. <strong>¿No será que la propia pregunta empapada de homofobia y falsa polémica es la que nos delata?</strong> Pero qué más da, si no hay balón hay patada, que diría el filósofo Panadero Díaz. </p>
El director rellena los huecos de la biografía del autor del Quijote con una fascinante, pese a sus dudas, película de aventuras, de liberación sexual y sobre el sentido de la ficción
El cautivo de Amenábar nace en olor (y probablemente loor) de polémicas. ¿Cabe la posibilidad, por remota que sea, de que Cervantes, nuestro Cervantes, el Cervantes manco de Naupacto, el Cervantes de Francisco Rico o, ya puestos, el Cervantes de las figuras de Lladró (que las hay) fuera, además de todo lo anterior, gay o, por seguir la Oda a Walt Whitman de Lorca, fuera faerie, pájaro, joto, sarasa, apio, canco, flora, marica o adelaida? En verdad, en las más de dos horas que dura la película, el único comentario explícito sobre la orientación sexual del escritor ocupa apenas unos minutos y tampoco queda resuelta la cuestión, si es que tal cuestión la hubiera. No queda claro (¿por qué habría de serlo?) si es la necesidad encarnada en el conato a sobrevivir, que diría Spinoza, o es más bien el propio deseo por fin liberado el que empuja a nuestro protagonista a ceder a los requerimientos de su captor Hasán Bajá, éste sí homosexual documentado y sin velo. Y en esa duda, digamos, el acierto de la película. ¿No será que la propia pregunta empapada de homofobia y falsa polémica es la que nos delata? Pero qué más da, si no hay balón hay patada, que diría el filósofo Panadero Díaz.
Amenábar regresa a su afición por los personajes descomunales y como hiciera con Unamuno en Mientras dure la guerra vuelve a demostrar un fino y combativo olfato a la hora de poner el dedo en el sitio exacto donde pica. Y eso, por su voluntad y sabiduría a la hora de devolver el cine a su lugar en la conversación cotidiana, ya es un logro. Y no menor. En verdad, la propuesta del director lejos de resultar descabellada como algunos se empeñan en hacernos creer es de una coherencia que abruma. La idea no es otra que completar con la imaginación, libre y rigurosa a la vez (aquí el consejo del cervantista José Manuel Lucía Megías), los cinco años de misterio y cárcel que el autor del Quijote pasó y sufrió en Argel. Y todo ello sin negarle el paso a ninguna hipótesis y sin descuidar que pocas facetas humanas tan susceptibles de transformar el mundo como el sexo. Pues de eso se trata, de cómo un hombre solo, en silencio y con pluma y papel como únicas herramientas (que no armas), fue capaz de transformarlo todo. Pasará lo que pasará en esos misteriosos años, lo cierto es que el individuo renovado que surgió tras esta prueba de vida, que también lo es de muerte, fue capaz de todo, incluido el revertir para siempre la forma cómo miramos el mundo todos los que vinimos después. El Quijote, en efecto, no solo es novela de novelas, es, como se esforzó en demostrar entre otros Foucault o el mismo Borges, la piedra de toque o solo espejo en el que se mira la modernidad. Suena tremendo y, en verdad, es bien divertido.
El cautivo arranca y se presenta como una película de aventuras. Un hombre pugna por fugarse de su cautiverio. Nos cuenta la Historia que, de entre todos los capturados por los corsarios berberiscos, aquellos nobles o con familias con posibles eran retenidos a la espera de un rescate. Como fuera que Cervantes portaba consigo una carta de perdón firmada por el Rey fue tomado por lo que no era, un acaudalado cristiano (el que además presumiera de un falso heroísmo a causa de una herida en el brazo no ayudaba a deshacer el entuerto). Y así, la cinta arranca en un espacio sugerente en el que los sueños más ingenuos, orientalizantes y exóticos prenden fácil. Pronto, sin embargo, el relato cambia para transformarse en relato de relato. Sí, para entretener la larga espera entre una huida fallida y la siguiente, nuestro héroe, al que da vida con solvencia y gusto Julio Peña, contará historias como si de la propia Sherezade se tratara en Las mil y una noches. Son historias que entretienen, salvan y que, a su modo, transforman el mundo, lo completan, lo llenan de un sentido tan necesario como fugaz que, como el mismo sexo y por un instante de luz, convierten el mismo sueño en realidad, la fabulación en vida.
Sin duda, es en esta intuición donde El cautivo se hace grande y añade a la película una reflexión entusiasta sobre el cine, sobre el poder de la narración, sobre el misterio del mismo misterio. Como si de un muy borgiano Libro de arena se tratara, la película entiende que la mayor aventura, la más genuina y exuberante de todas, no vive de nada más que de la palabra, que no de la imagen. Y esa forma tan iluminada de reivindicar el propio cine y sus estampas siempre fascinantes merced a su más completa recusación, lejos de ser contradictoria se antoja tan cervantina como el momento sagrado (y muy gracioso) en el que el lector del Quijote descubre de repente, allá en el arranque de la segunda parte, que lo que lee no es más que una traducción del árabe de un autor desconocido. Mentira sobre mentira hasta alcanzar la única verdadera libertad.
Bien es cierto que en su voluntad de abarcarlo todo —de ser a la vez aventura, fuga, melodrama y elucubración autorreflexiva—, por momentos, El cautivo pierde el foco y hasta el pulso. La película se deja llevar de manera bastante autocomplaciente en su deseo de no renunciar a nada y de ser también un fresco de una ciudad y una época mitad imaginada la otra mitad fiel a la historiografía. Y es ahí cuando se extravía en impostados anacronismos muy de Veneno (la serie) que es imposible experimentar sin impaciencia y algo de sonrojo. Por otro lado, gustan mucho las caracterizaciones tanto del inquisidor y traidor Juan Blanco de Paz al que da vida Fernando Tejero como la del relator portugués de las barbaridades sufridas en cautiverio Antonio de Sosa encarnado por Miguel Rellán. Pero despista el trabajo casi paródico de Alessandro Borghi como el cruel y refinado a la vez Hasán Bajá. Digamos que, tras su largo paréntesis alejado del cine (no contamos la serie), da la impresión de que el director ha reflexionado profundamente sobre aquello de «menos es más». Y no, definitivamente, no le convence la máxima de Mies Van der Rohe.
Mantenía Foucault en Las palabras y las cosas que el propio Quijote no es tanto carne enjuta sobre hueso largo, como signo. «Todo su ser no es otra cosa que lenguaje, texto, hojas impresas, historia ya transcrita. Está hecho de palabras entrecruzadas; pertenece a la escritura errante por el mundo», se lee. En efecto, La Mancha por la que mal galopa el hidalgo hace tiempo que ha abandonado «los juegos antiguos de las semejanzas». La realidad vive infectada de la ficción que le da cobijo, alas y finalmente sentido. Y Amenábar y su El cautivo están convencidos de ello. Y lo están hasta tal punto que, un paso más allá, quieren que sea el espectador el que acabe por contarse su propia historia no tanto sobre la homosexualidad o no de Cervantes como de las formas en las que nos esclavizamos y etiquetamos y categorizamos nosotros, no Cervantes, el mismo sexo. Y todo ello con un objetivo: rebatirnos y discutirnos, para, como el propio protagonista, liberarnos. No es Cervantes somos nosotros.
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Director: Alejandro Amenábar. Intérpretes: Julio Peña, Alessandro Borghi, Miguel Rellán, Luna Berroa, Fernando Tejero, José Manuel Poga, Roberto Álamo, Luis Callejo. Duración: 133 minutos. Nacionalidad: España.
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